Estoy en el asiento delantero de mi coche, llorando, mientras viajo a enterrar a mi padre.
Un hombre desconocido conduce mi vehículo en silencio. Solo sabe cuál es nuestro destino, y estoy segura de que intuye que he sufrido una pérdida, pero no tiene idea de a quién estoy llorando. Tampoco sabe quién soy, pero me está llevando a enfrentar uno de los momentos más duros de mi vida.
Esto es tan extraño que siento que no soy yo, que esto le está pasando a otra persona. También siento que debo decir algo, que debo explicar, pero él no me da pie para hacerlo. De hecho, lo único que ha dicho desde que subimos al coche fue: «¿Adónde?». Y yo he respondido: «Ruta 1, hacia el Oeste. Kilómetro 365…», esperando que esgrimiera alguna excusa y descendiera.
Pero eso no sucedió. Se limitó a asentir, y nos pusimos en marcha.
Y desde que salimos no he podido dejar de llorar. Sé que tengo que llamar a Aurora, y contarle a ella y a mis hijos la triste noticia. También tengo claro que no quiero que viajen al funeral.
Dios… Debo calmarme para poder funcionar guiada por mi voluntad y no por la de otros, porque lo cierto es que me siento una especie de robot, una marioneta, una autómata que se mueve solo porque los demás le dicen qué hacer
Busco un pañuelo en mi bolso, pero es inútil, pues jamás encuentro lo que necesito allí. Aun si lo diese vuelta, aparecería de todo menos lo que estoy precisando, como siempre.
—¿Qué busca? —pregunta el otrora Señor Sonrisas que ahora está en modo serio y silencioso. Ahora se parece más a El transportador.
—Un pañuelo…
Veo que estira el brazo y alcanza el morral que colocó en el asiento trasero antes de partir. Es lo único que fue a buscar a su coche, mientras yo me sentaba en el asiento del acompañante del mío, como él me indicó.
«Conduciré su coche y dejaré el mío en el parking. Espero que no haya problemas con eso», murmuró más para él que para mí.
En ese momento no entendí el alcance de esa decisión… Ahora sí.
No quiere dejarme sin movilidad en mi destino, y regresará por su cuenta. Muy considerado de su parte. Y asombroso, realmente asombroso. Tanto como el hecho de que, sin apartar los ojos de la calle, saque un paquete de pañuelos desechables perfumados de su morral.
Raro, muy raro. Que un hombre tenga pañuelos de papel es toda una novedad. Y el hecho de que lleve un morral también lo es, porque no concuerda ni con su edad, ni con su vestimenta.
Lo observo con disimulo mientras me sueno la nariz. Se puso gafas de sol para conducir, y sus ojos permanecen ocultos. Ahora que está así de serio, parece mayor. Viste vaqueros y zapatos estilo deportivo agamuzados, lo que le otorga un cierto aire juvenil. La chaqueta verde oscuro con coderas y la camisa por fuera contribuyen a ese efecto, pero no hay dudas de que ha superado los cuarenta hace rato…
—¿Mejor? —pregunta de pronto, pero sigue sin dirigirme ni una sola mirada.
—Difícilmente pueda estarlo —contesto con amargura.
—Es natural que se sienta así en estos momentos —me dice luego de unos instantes.
¿Cómo lo sabe? No tiene idea de lo que ha sucedido, pero al parecer sabe que me siento tal cual se espera, ante una circunstancia que él ignora.
No debo estar tan muerta por dentro como creía, porque le replico sin poder contenerme:
—Usted no sabe qué es lo que me ha pasado, ni lo que siento. No entiendo cómo se ha ofrecido a llevarme.
Ahora sí me mira. El semáforo está en rojo y él vuelve la cabeza hacia mí.
—Se equivoca. Sé que ha perdido a su padre. Un infarto… —me dice dejándome con la boca abierta.
No lo entiendo… Es decir, es evidente que ha muerto alguien. Me ha visto desesperarme a través de la puerta abierta de la oficina de César, y también presenció los abrazos y las condolencias de mis compañeros, pero… ¿cómo sabe esos detalles?
—Y también sé que nada de lo que le diga podrá darle consuelo en este momento. Ni que no ha sufrido, como le ha dicho su jefe, ni que lo siento mucho, ni nada —agrega.
Sigo sin comprender. ¿Cómo sabe? No solo lo que mi supuesto jefe me dijo, sino también lo que siento… ¿Cómo mierda sabe?
Es adivino, sin dudas, porque antes de que pueda preguntarle nada me lo aclara:
—Sé lo que está pensando. Y la respuesta es muy sencilla: leo los labios. Sé que no está bien, y dadas las circunstancias eso fue como escuchar una conversación privada, y le pido disculpas.
Ahora sí que estoy sorprendida. Más bien completamente anonadada. Lee los labios. Lee los labios, pero no es sordo, eso está claro. Y ahora que el semáforo se ha puesto en verde y avanzamos, aprovecho que está mirando al frente para observarlo mejor. No, seguro que no es sordo. Y yo no soy muda, así que voy a salir de dudas de una vez por todas.
—¿Por qué? —pregunto como una tonta. Es una pregunta amplia e inespecífica, una verdadera estupidez. No queda claro si quiero saber por qué me pide disculpas, por qué lee los labios, o por qué sabe lo que estoy pensando, pero de alguna manera él comprende a qué me refiero.
—Porque fui sordo durante ocho años. Desde los once hasta los diecinueve, cuando finalmente me operaron y pude volver a oír.
No lo puedo creer. Este tipo de casualidades tan insólitas ya me han ocurrido antes y muchas veces pensé que un duende se divierte a mi costa, poniendo en mi camino cosas así. Un duende travieso, que encuentra placer en dejarme confundida y llena de preguntas.
Intento guardar la compostura y por eso permanezco callada unos segundos.
Otro semáforo en rojo. Otra mirada que se encuentra con la mía.
No sé por qué diablos lo hago.
Dejo el pañuelo en mi falda y levanto las manos.
«¿Y cómo sabe cómo me siento? ¿Usted también ha perdido a su padre?», inquiero en lenguaje de señas. Y ahora el sorprendido es él.
Me pregunto si no será algo enfermizo tener ganas de reír una hora después de enterarte de que has perdido a un ser querido, pero lo cierto es que su expresión amerita una buena carcajada.