Y lloré. Lloré un río entero entre sus brazos.
Llegué a ponerme histérica, incluso. Recuerdo que le golpeé el pecho con los puños, pero él se mantuvo firme en el abrazo.
Me contuvo. Y también me consoló.
Cuando sentí su mano acariciándome el pelo, casi me muero yo también. Mi papá solía acariciarme así…
Ningún otro hombre me tocó el cabello de esa forma, y por un momento en lo único en lo que pude pensar, fue en que la corazonada que me llevó a dejarme conducir como una muñeca por un completo desconocido, estaba bendecida por ángeles.
Si hubiese sabido antes que seguir a mi corazón me traería un acierto así de grande, no hubiese cometido tantas tonterías, ni hubiese pensado tanto las cosas, o por el contrario, no le hubiese hecho tanto caso a las urgencias de mi cuerpo.
Y ahora que lo sé… ¿qué voy a hacer con eso? Lo cierto es que no tengo idea. Por ahora, solo pienso en que mi papá me está cuidando desde el cielo. Mi viejito es el guardián de mi alma, no tengo dudas de ello. Y también es el duende de las casualidades, que hizo que Andrés entrara en la concesionaria en el momento justo.
Andrés. Un lindo nombre para un hombre como él. ¡Ay, Gaby, como si supieras cómo es! Hasta ahora tuviste suerte porque es evidente que no te va a robar el coche y tampoco te va a violar, lamentablemente.
Pero lo cierto es que no sé quién es realmente.
Es decir, está claro que es un potencial cliente de la concesionaria queriendo saber las bondades del último modelo de Honda todoterreno. Eso es así y es todo lo que sé. No, mentira.
Es también el desconocido que se ofreció a llevarme adonde yo le dijera, en un momento más que difícil, en el que lo único que podía alguien hacer por mí era eso.
Es el hombre que con esa mirada transparente me infundió la suficiente confianza como para aceptar sin miramientos su oferta.
Es quien hace un rato tuvo que poner el hombro y contener a esta loca que no hacía otra cosa que moquear en su solapa.
Este hombre tiene ganado el cielo.
Tenlo en cuenta, papito. Recomiéndalo bien para cuando le llegue la hora, cosa que espero se tarde mucho, mucho tiempo.
Estamos llegando a nuestro destino, y yo intento observarlo con disimulo, pero se ve que soy demasiado obvia porque él también me mira.
—Gracias —le digo con la boca, pero también con los ojos.
No dice nada. Hace una mueca muy cómica, y me arranca una sonrisa.
—¿Eso qué quiere decir? —pregunto—. No me sé esa señal…
Me mira sorprendido.
—Pero sí te sabes otras. No te voy a preguntar por qué dominas el lenguaje de señas. No me tientes, mala mujer… —me dice, y su tuteo me parece tan natural como me pareció hace un rato, cuando me dio permiso para llorar a mis anchas.
Y si no fuera porque estamos muy cerca del momento más triste del mundo, le contaría lo de Paulina. Pero llegamos.
Le indico dónde tiene que doblar, y se detiene delante del residencial «Los Nonitos», el hogar de mi papá durante los últimos años, desde que el maldito Alzheimer hizo que no pudiese vivir solo, como siempre había querido.
¿Por qué me has tenido tan grande, papi? Hubiese deseado disfrutarte más tiempo siendo tú, y no ese hombre confundido que hacía locuras que luego no recordaba…
Bajamos del coche. Andrés me abre la puerta y cuando sus ojos se encuentran con los míos, me transmite la fortaleza que necesito para enfrentar esto.
Pero el momento se posterga, porque el cuerpo de papá ya está en la funeraria. Nos llevó cuatro horas llegar hasta aquí, a causa del tráfico y de la repentina tormenta, así que tuvieron que trasladarlo.
Otra vez al coche. ¡Es eterna esta agonía!
Quince minutos después, me encuentro en una habitación helada.
Delante de mí está mi papá, dormido.
No… Eso quisiera pensar, pero lo cierto es que ahí no está. Me doy cuenta ni bien me acerco. Es él, no hay dudas. Y descansa con su rostro relajado, tranquilo, pero ahí no está.
Estuvo, pero no está. Le toco la cara. Está fría, pero no me impresiona. No puedo tenerle miedo a la casita del duende.
Bien, él no está, pero yo sí. Aquí estoy, y voy a despedirme como corresponde. Le beso la frente, las mejillas… Pero no. No está.
—Hola, papito —le digo al aire.
Y de pronto lo siento a mi lado. No sé cómo explicar la sensación… Sé que está aunque no lo vea, pero no en ese cuerpo inerte al que le estoy tomando la mano.
Y aunque sé que es imposible, entablo un diálogo con él en la frondosidad de mi imaginación.
—¿Por qué te fuiste sin despedirte?
—Llegó mi hora, Gaby. Estoy con mamá por fin.
—¿Y yo?
—A ti te falta mucho. Alejo y Paulina tienen que ser grandes, más grandes que tú ahora, cuando te vayas. Y mira que estás grande, Gaby…
—¿Me estás diciendo vieja?
—Te estoy diciendo que ya no eres mi niñita. Hace mucho que no me necesitas, pero ahora además estás lista para que mi recuerdo no te haga llorar.
—Te equivocas, pa.
—Yo nunca me equivoco. Además… ese viejo loco no era yo.
—¡No te digas así!
—Caprichosa de mierda.
—Viejo tonto.
—Yo también te quiero, Gaby.
—Papá…
No quiero que termine esta loca fantasía. No quiero, no quiero, no quiero. Sí, soy una caprichosa de mierda, pero no quiero…
—Quédate tranquila… Yo estoy cuidando de tu alma.
Me quedo paralizada. Esto no me lo inventé yo. No… Estoy segura de que no.
Creía que no me quedaban lágrimas, pero parece que no es así, porque siento mi cara empapada. Se me caen los mocos. Me los sorbo como cuando era pequeña, pero necesito un pañuelo.
Levanto la cabeza, y a un par de metros está Andrés. Tiene uno de sus pañuelos perfumados listos, y por alguna razón no me sorprende. Me estoy acostumbrando a este tipo de atenciones, y eso es un peligro porque sé que se van a terminar.