Cuin y el caballero

2. Caballero en la oscuridad

El sol golpea sin piedad mientras ascendemos con dificultad por el sinuoso camino de montaña. El rítmico golpeteo de los cascos resuena entre los árboles centenarios que rodean el sendero. 

Con paso firme y mirada vigilante, lidero un pequeño grupo de caballeros de la guardia real. Nuestra misión es llegar al palacio real antes que el otro grupo de caballeros, con quienes habíamos hecho una apuesta.

Lanzo una rápida mirada por encima del hombro, mis ojos se encuentran con el carruaje de la princesa heredera, flanqueado por su propio grupo de caballeros. Ellos ya se preparan para retirarse a casa, su misión ha terminado.

Un sentimiento que me recuerda al vacío me inundan, por poco retrasando la carrera, así que me concentro, dejando todo pensamiento, esperando llevar a mi grupo al éxito siendo los primeros.

Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, salimos del denso bosque hacia un claro, y allí, encaramado en una colina, se encontraba el magnífico palacio real. Sus agujas perforan el cielo azul, sus paredes brillan a la luz dorada del sol poniente.

Un suspiro colectivo escapa de los labios de mis compañeros mientras desmontamos de nuestros corceles, ellos jamas había estado aquí, por lo que los guio a nuestro cuartel.

Mientras el otro grupo de caballeros llega, jadeando y exhausto, me acerco a la chimenea. Con el crujir de la madera bajo mis botas resonando en la sala. Tomo dos troncos robustos y los arrojo al fuego crepitante, pronto habrá más frío. Las llamas se avivan con chispas rebeldes escapando, dibujando efímeras luciérnagas en la penumbra de la habitación.

Un golpe seco en la puerta me arranca de mi ensoñación. La voz grave de un caballero irrumpe en la habitación, anunciando la llegada del capitán Bralo Alve.

—Por poco y les gano yo o la princesa, si no fuera por Hector, habrían perdido la apuesta— informa el capitán.

La mención de mi nombre me desvía de mis pensamientos, obligándome a elevar la cabeza para ver que todas las miradas se dirigen hacia mí.

—Nos salvamos por poco— murmuran los demás, la mirada de mi grupo agradeciendo mi exigencia.

—¡Bueno, el grupo perdedor se encarga de limpiar el estiércol de los caballos!— exclama el capitán en tono jocoso.

Sonrío victorioso por dentro. Jamás me verán limpiar estiércol. Mis compañeros me agradecen con miradas cómplices.

—Eres un rarito, pero nos hiciste ganar—, me dice uno de ellos dándome una palmada en la espalda.

—¿Vieron a la princesa?— se nos acerca un par del grupo perdedor con ojos curiosos. Sé que la pregunta va más dirigida a mí, ya que me miran con expectación.

—No, ya sabes el protocolo, no podemos verla—, responde uno de mis compañeros, salvándome de la incómoda situación.

—Tampoco es que pudiéramos—, añade otro. —Tenía las cortinas cerradas así que no vimos más que el carruaje real—.

Un silencio incómodo se instala entre nosotros. Los del otro grupo se encogen de hombros y se alejan hacia los establos, resignados a su destino de limpiar estiércol.

Yo me quedo atrás, observándolos marchar. Una punzada de decepción me atraviesa. Me encantaría haber visto a la princesa, aunque sea por un instante.

Oigo pasos acercándose a mi rincón y sé que es el Capitán. Su caminar es extraño, producto de la herida que le causaron el día que lo conocí.

Su forma de ser conmigo es todo menos sutil, a diferencia del rey o el comandante.

—Escuché que estarás en el baile de mañana—, dice con una voz ronca mientras inhala de su cigarrillo y exhala una nube de humo que me invade el rostro.

—¿Y qué? Dime, ¿ya conseguiste el traje de gala?—, vuelve a soplar el humo en mi dirección, con una sonrisa burlona.

—Sí—, respondo con una mirada sombría. Él es uno de los pocos que no se asusta fácilmente.

Mira a los demás con una sonrisa de desprecio y vuelve a centrar su atención en mí. —Mira que bien, ¿encontraste algo de tu talla?—

Niego con la cabeza. —El rey mandó hacer uno—, le informo.

—No es de esperar, siendo el hijo que nunca tuvo—, sonríe con ironía.

Alberto, un soldado ebrio, protesta. —¿Cómo es posible que alguien como él…?—, me señala de pies a cabeza.

—¿Sea premiado con un traje ordenado por el rey y además tenga la oportunidad de conocer a la princesa tan de cerca?—.

Golpea la pared con fuerza, visiblemente ebrio al igual que muchos otros en la sala.

—Más te vale que hables bien de mí a la princesa—, me amenaza, señalándome con el dedo.

—¿Qué le va a decir?— El capitán se pone de pie y lo mira con sorna. —Oye princesa, te presento a Alberto, el soldado más burro de todos—.

La sala se llena de risas mientras Alberto intenta defenderse sin éxito.

—Por algo me llaman así—, dice con un tono que indica doble significado.

Me ajusto el abrigo y el gorro del mismo color, antes de cruzar la puerta. Una voz me ordena patrullar, pero no lo necesito, ya era mi intención. El sonido de botellas descorchadas, cartas de juego y dinero apostado me impulsa hacia la superficie. Abandono los cuarteles del palacio y me dirijo a las zonas delanteras.

La noche es fría, la luna ilumina mi camino con una luz tenue. Doy la vuelta al edificio, la parte trasera es más luminosa gracias a las habitaciones de los nuevos invitados. Entre ellos distingo a un miembro de la realeza, Eliíjah, en una ventana con una mujer de la caballería que trajo de Zona Cero.

Ignoro sus acciones, no son de mi incumbencia, recorro los senderos y pasillos con paso firme, hasta acercarme a los jardines traseros, en el que de repente, un ruido extraño me llama la atención. 




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