Cuin y el caballero

4. Un vals con el destino

Regreso al palacio, donde me espera un baile para celebrar el histórico evento. Me siento fuera de lugar, como si no perteneciera a este mundo que he jurado gobernar. Las personas me rodea, pero no puedo evitar sentirme sola.

En medio de mis pensamientos, la reina se acerca a mí para colocar algunos mechones de mi cabello detrás de la oreja. —No puedes ocultar lo inevitable—, murmura, refiriéndose al nuevo color que han adquirido mis ojos.

Me levanta la barbilla, obligándome a mirarla a los ojos. —Quiero que seas como fuiste en Force—, dice con firmeza. —Valiente, decidida y audaz—.

Sus palabras me dan un nuevo impulso. Recito en voz baja las cualidades que ella espera de mí, grabándolas en mi mente. 

Junto a mis padres, recibimos felicitaciones, la mayoría dirigidas a mi y lo que he hecho en estos cinco años. 

Mi papel es simple en este momento, debo sonreír y ser selectiva con mis palabras, que no serán demasiadas.

Todos aquí son figuras importantes, políticos, empresarios, artistas y capitanes. Y no es de esperar menos, los seis líderes del consejo. Se aproximan y me obligo a mostrar mi mejor rostro ante estos hombres ancianos que dominan la opinión pública. Sus miradas son críticas, me evalúan y sé que no les agrado.

Mi padre comienza a hablar de mis logros académicos y universitarios, comparándome con ellos. —Se han vuelto poco estrictos en estos tiempos—, comenta uno de ellos. 

Muerdo la lengua, observo a la reina a lo lejos bebiendo una copa, esperando ver si reacciono, pero para alivio de todos, permanezco en silencio.

Busco a Eliíjah con la mirada, recorriendo cada rostro entre la multitud. Finalmente la encuentro en uno de los balcones, acompañada de Kheas. Ambas parecen serias y, cuando me ven, confirmo mi sospecha, están hablando de mí.

Soy consciente de las miradas que me rodean, algo que debería ser normal dado mi posición. Sin embargo, también soy consciente de cómo me ven muchos, como una joven inadecuada para la realeza.

Un grupo de jóvenes ríe a mi costa, sus palabras hirientes resuenan en el salón. 

—Es demasiado pequeña como para ser reina—

—¿Cuánto crees que mide?—

—No creo que llegue al metro sesenta—, responde otro, seguido de más risas burlonas. 

—Si nos acercamos a ella, veremos que sus ojos son extraños. ¿Vamos?—, propone uno con tono desafiante.

Me niego a ser su entretenimiento, a convertirme en el centro de sus burlas. Observo a mi padre y a sus asesores, quienes, ajenos a la escena, continúan inmersos en sus conversaciones serias.

La oportunidad de escapar se presenta ante mí. Sin embargo, la atención de todos se ha desviado hacia las escaleras, donde un hombre en traje, flanqueado por dos caballeros armados, ha hecho su entrada triunfal.

Su figura imponente domina la sala. Su altura supera a cualquiera de los presentes, y su piel pálida contrasta con el cabello negro azabache que enmarca su rostro. Sus ojos, oscuros y penetrantes, parecen escudriñar cada rincón, buscando algo o a alguien en particular. Un aura de misterio y atractivo lo envuelve, atrayendo las miradas de todos, especialmente las de las mujeres.

Los murmullos de admiración llenan el aire como un coro de suspiros. Ellas lo desean, lo anhelan, soñando con ser la flor en su solapa o la dama en su brazo. Pero él, ajeno a la atención que despierta, avanza con paso firme como si el mundo entero le perteneciera, pero no está al tanto de eso o no le importa tenerlo.

Su porte sombrío y distante sugiere una personalidad compleja, llena de secretos y contradicciones. Es un enigma, un ser que despierta tanto fascinación como temor. Me encuentro atrapada en su mirada, incapaz de apartar la vista. Siento una mezcla de curiosidad y miedo, una atracción inexplicable hacia este hombre que parece salido de las sombras.

Aprovechando la distracción generada por la entrada del misterioso hombre, me escabullo fuera del gran salón. Tomo una bocanada profunda de aire, como si finalmente pudiera respirar después de haber estado sumergida bajo el agua durante demasiado tiempo. La opresión en mi pecho se disipa ligeramente, pero aún puedo sentir el peso del dolor y la desilusión.

Dejo la tiara sobre la superficie plana del balcón, como si fuera un objeto demasiado pesado para mí. Las lágrimas amenazan con brotar de mis ojos, pero las reprimo con fuerza. No voy a llorar. No voy a darles la satisfacción de verme derrotada. Sabía que esto podía ocurrir, pero no esperaba un rechazo tan contundente por parte de los concejales. Es evidente que no les parece apropiado que una mujer asuma el control del heredero, y mucho menos que yo sea su reina.

Me aprieto el pecho con fuerza, intentando ahogar la impotencia que me invade. No puedo permitir que el dolor emocional me consuma. Ya he sufrido suficiente.

Un sobresalto recorre mi cuerpo al escuchar una voz que me saca de mis pensamientos. Rápidamente, me seco las lágrimas con el dorso de la mano, intentando disimular mi fragilidad.

—¿Estás bien?—, pregunta la voz con tono de preocupación.

Me giro para enfrentar al dueño de la voz, y me encuentro con un hombre alto, mucho más alto que yo. Su porte imponente y su mirada penetrante me intimidan un poco, pero también me intrigan. 

—¿Duele mucho?—, insiste.

—No...solo el viento—, respondo con voz temblorosa, intentando desviar su atención de mi evidente aflicción. —Ha traído un poco de polvo—, agrego, mintiendo descaradamente.

El hombre no parece convencido. Su mirada escrutadora me observa con detenimiento, como si pudiera leer en mi alma. —Un poco de polvo...—, repite, con un tono que delata su incredulidad.




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