Culpa [en proceso]

Tres

Refresqué recuerdos releyendo los múltiples informes en braille del repertorio de cadáveres que nuestro asesino había dejado. Me tocaba hacer un resumen con las partes relevantes y buscar un hilo del que tirar si no quería estar redactando una nueva historia de terror dentro de cuatro días.

Podía empezar describiendo el modus operandi de nuestro morboso compañero, que premeditaba al milímetro cada uno de sus movimientos. Podía alojarse en cualquier lugar ya que los cadáveres aparecían por toda la ciudad y había deducido que los transportaba siempre en distintos vehículos, ya que no existía una marca de neumático que coincidiera por los alrededores de donde los encontrábamos. El lugar del homicidio era todo un misterio, pues no había una sola pista al respecto y en los cuerpos tampoco podíamos encontrar gran cosa, no presentaban signos de violencia y el único aspecto grotesco era la sangre que se derramaba desde el interior de sus oídos, siempre tenían ambos tímpanos reventados y a estos les acompañaba la guinda del pastel con la que nuestro homicida se relamía: un reproductor de audio y una misma pista de sonido siempre, la "0". Aunque lo más sorprendente de todo era el motivo de muerte: paro cardíaco, ningún estupefaciente destacable en sangre que pudiera provocar ese fatal desenlace por lo que el cómo mataba a sus víctimas también era una incógnita. Aquellos detalles espeluznantes hacían que miles de periodistas hambrientos escribieran con fervor y salivando reportajes llenos de morbo y misterio, al punto de retratar una escena más peliculera que informativa, la cual era recibida gustosa por sus lectores que apuraban hasta los huesos de aquella distorsionada historia.

Había más detalles destacables como que todos los asesinatos habían sido a hombres en su totalidad, no había un rango de edad exacto y realmente quitando que todos eran varones poco más podía relacionarlos, mi olfato me decía que aquellas víctimas también tenían secretos de esos que van a la tumba por el bien de todos y en este caso hasta en beneficio de quien allí los enviaba. El móvil se había barajado durante mucho tiempo en si simplemente se trataba de un arrebato de algún demente que había hallado un placer profundo y enfermizo en matar a varones con sutileza, pero la idea se descartó porque el aura de frialdad que destilaba y la construcción que uno se encontraba al llegar a la escena del crímen era de una persona que trataba de decirnos algo del modo más retorcido que se le había ocurrido. También estaba sobre la mesa la teoría de que se tratara de un grupo organizado aunque tanta precisión parecía elaborada por una sola mente.

Al final de la mañana apareció Carlota con sus gafas de gata y el pelo oscuro, corto y semirrecogido, con un rizado de peluquería mientras se contoneaba enfundada en su camisa y falda de tubo hasta la rodilla, llevaba los labios pintados, bolso y abrigo en mano, por lo que la visita era fuera de horario laboral. Enarqué la ceja.

—Te traigo las pruebas —en su mirada podía ver como se le secaba la boca.

Ansiaba detalles nuevos.

—Justo a tiempo —sonreí complaciente.

Carlota se sentó frente a mí, en su mirada una lujuria muy particular dilataba sus pupilas, aquella científica tenía la curiosa característica de verse atraída por los casos de asesinatos, el motivo de esa excitación era la enreversada mente de quien obraba los homicidios y un caso como este le producía una fascinación que le nublaba la mente.

—Ni huellas, ni ningún tipo de pista que pueda ayudar, por el punto de fusión la cocaína era de una calidad espléndida —informó.

—Probablemente sean del anónimo —aventuré.

Se mordió la punta del dedo sonriente.

—Así que un año después vuelve a las andadas.

—Tengo una fecha límite como siempre, si no consigo impedir el asesinato y coincide estaremos hablando oficialmente del caso de los audios malditos —expliqué.

—¿Nada relevante?

—Un calendario común, rotulador común... Nada específico —hice una mueca.

—Algo habrá Blanca, sabes que siempre lo hay —me guiñó un ojo.

Suspiré y al ver que aquella conversación no daba más de sí, se marchó sin perder su vaivén de caderas, dejándome con esas palabras retumbándome en la cabeza. Volví a repasar las escasas pistas que tenía, poniéndolas a trasluz, observándolas, buscando alguna referencia numérica, cualquier cosa. Quería tirarme de los pelos, la impotencia me clavaba sus garras y me arañaba convenciéndome de que mis intentos eran nulos, un vacío empezó a rugir, tenía hambre.

—¿Comemos juntos, no? —me preguntó Thomas.

Alcé la vista explotando la burbuja de concentración y sonreí.

Mi amigo y compañero tenía los brazos en jarras y una expresión pilla que le venía de serie, era un hombre más bien bajo pero con una corpulencia que le otorgaba aires de armario empotrado y nunca dejaba que el pelo le creciera demasiado, luciendo siempre el mismo rapado.

—Como siempre —me levanté y guardé el sobre y la hoja del calendario en mi bolso.

Thomas, Rita y yo comíamos juntos en el bar-restaurante que hacía esquina en la calle de la comisaría, era un establecimiento confortable donde los clientes no cambiaban mucho y el casero nos hacía un precio especial por nuestra continuidad casi religiosa.  Nada más entrar el olor a cerveza y asados me hizo salivar, una voz familiar de un hombre mayor que siempre echaba una partida en la máquina tragamonedas nos dio la bienvenida, para él como para la mayoría de los presentes, estábamos destinados a contraer matrimonio y no existía excusa que fuera a hacerles cambiar de parecer. Nos sentamos, sillas y mesas de madera barnizadas y un mantel de tela.

—¿Lo de siempre? —la voz juvenil del camarero preguntaba por simple protocolo.

Ambos asentimos. El ambiente en el restaurante siempre era cálido, aunque cuando había mucho silencio casi podía escuchar la respiración de Thomas acelerada y una tensión que densaba el aire convirtiéndolo en calor, olía los nervios de mi acompañante y como se mojaba los labios en repetidas ocasiones. Había llegado a la conclusión de que él también compartía la ilusión de consumar matrimonio conmigo ya que en aquel restaurante a Thomas siempre parecía que se le iba a salir el corazón por la boca.




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