Culpa [en proceso]

Cuatro

Me limpié la pringue de mis manos en el pantalón, acababa de devorar una pizza a domicilio mientras combatía contra el pedazo electrónico que había dejado Dash en el mundo: su ordenador. Llevaba un par de días tratando de descifrar la contraseña pero poder acceder al interior de aquel artefacto rozaba lo imposible más teniendo en cuenta de que esta semana me tocaba cuidar de Jackie Junior que se encontraba dormido. Sé que usaba ese portátil para los trabajillos sucios que uno siempre hace cuando aprende unas cuantas cosas de programación, nada del otro mundo, pero con las que hay que ser discretos, pagan bien por conseguir información de teléfonos u otros dispositivos, y un extra nunca viene mal. Apostaba a que también guardaba fotos que nadie debería ver, acceso al internet profundo y un repertorio de pruebas que podrían hasta meterlo en un lío, lo cual tampoco me sorprendía ya que en más de una ocasión habíamos trabajado juntos y no precisamente en el bando de la legalidad. Me ardían los ojos, pero estaba tan sumido en aquello que ignoraba esa sensación, tecleaba mientras la nostalgia y la complicidad blandían un duelo en mi pecho por ver quien golpeaba con más fuerza, pues conocía la forma de trabajar de Dash y estaba ante su obra maestra, que hacía de me doliera la admiración de no ver esa genialidad vendiéndose a las grandes multinacionales. Apuré otra cerveza y la apreté rabioso, no debería beber más, no hoy. Me había acostumbrado a respirar como un infeliz, pero no podía negar que un día a la semana la boca volvía a saberme a aquello que recordaba como felicidad. Al ver que eran ya las ocho el hambre fue aniquilada por unos nervios que podrían ser capaces de hasta hacerme devolver la deliciosa pizza que me había comido. El agua incandescente de la ducha me abrasaba la piel mientras me depilaba experimentando un regusto que solo se tiene cuando se sabe el motivo por el que uno se rasura los bajos nobles, al salir, el espejo enviaba tropas de dudas con las que entraba en guerra asegurándome de vencerlas y casi podía ver a Dash sentado en mi cama echándose un cigarro mientras me miraba burlándose.

—Deja de sonreír como un memo anda, que la muchacha te va a enviar de vuelta pa' casa por tu cara de tonto sin que hayas catao' na'.

Algo así me diría. Sonreí aliviando el nudo de garganta y me eché colonia. Daba igual las veces que nos viéramos, se me secaba la boca en el trayecto en coche y no sabía si saludarla y besarla o viceversa, como si aquella decisión fuera crucial en mi vida. Aparqué frente al motel, era tan cutre que siempre que entraba se me calentaban las mejillas por seguir viéndonos allí, una mujer cincuentona era la recepcionista, que llevaba las gafas más de collar que por utilidad con el pelo de un color tan blanco que hacía sospechar que se lo teñía así, gentil y cotilla, disfrutaba tirándole de la lengua a sus clientes y leyendo revistas con exclusivas de famosos en las que uno podía descubrir hasta el color de la ropa interior que llevaban cada día.

—¿Como estás, cielo? ¿Ya vienes a ver a esa jovencita otra vez? —me saludaba con una mirada de colegiala hormonada deseosa de detalles de alcoba.

—Así  es —sonreí —probablemente me esté esperando —añadí antes de que pudiera empezar a indagar.

Sonrió con amabilidad entregándome las llaves.

—La tuya —me guiñó un ojo marcando más las arrugas de su rostro.

La manera que aquel motel tenía de salvar su apariencia antigua y falta de ascensor era el concepto vintage, que le venía al pelo. Subí las escaleras haciendo crujir la madera hasta mi habitación, la puerta rechinó al abrirse y mis pulsaciones se dispararon al escucharla reír.

Arabella estaba sentada en el borde de la cama de soltero, sobre la colcha más fea y hortera que había visto en mi vida, pero su mera presencia hacía de aquel cuchitril un hotel de cinco estrellas, tenía las piernas cruzadas y una bata de satén color crema ceñida a la cintura, que dejaba intuir sus pechos desnudos bajo la brillante tela. Se incorporó quedando a mi misma altura y se acercó marcando las caderas con sutileza y elegancia, me perdí en sus curvas y entorné la mirada.

—¿Qué tal? —dijo rodeando mi cuello con sus brazos.

Sonreí, me ardía la cara.

—Mal, como de costumbre.

Ella se rio y me besó con lentitud, provocando que mis manos le agarraran con fuerza las nalgas buscando colarse por debajo de la tela para deshacerse de cualquier prenda que se interpusiera entre nosotros con fiereza. Perdí la consciencia mientras mi boca le unía los lunares de su piel mulata radiante hasta que sudara y me clavara su perfecta manicura en la espalda, mirándola con devoción a sus dos enormes ojos, donde la miel de su aleonada mirada se derretía con el mismo calor que su interior, dejando escapar entre sus carnosos labios sedientos mi nombre, a la par que los rizos de chocolate de su voluminoso cabello botaban y se enredaban sin perder la expresión salvaje que tenía a la luz amarilla de una lampara de tela antigua. Solo ahí, en aquel corto periodo de tiempo de placer desbocado y lujuria arrolladora, estaba lo suficiente desinhibido como para olvidarme del dolor y dejar que sus suaves manos me calmasen a base de arañazos, mordiscos y tirones de pelo. Los muelles del colchón dejaron de rechinar, en aquel silencio donde los jadeos se apaciguaban admiraba los rasgos latinos de su rostro brillante por el sudor, acariciándole la cara mientras ella repasaba los tatuajes que me cubrían el pecho y el brazo derecho.

—He traído vino —sonrió.

Para culminar la cutrez, ambos bebíamos del morro de la botella.

—Quizá deberíamos cambiar de sitio —comenté dándole un trago al vino.

—¿Ha dejado de ser alucinante? —me preguntó extrayendo un cigarro importado de su pitillera dorada.

—Por supuesto que no —esbocé una sonrisa llena de satisfacción.

Me quitó la botella de la mano.

—En ese caso, me gusta esta costumbre —su mirada brillaba.




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