Lo último que quería en aquel momento era tener que deberle algo a aquel malcriado, pero menos me apetecía tener que quedarme solo con mi madre y su marido, viendo cómo ella lo miraba embobada y cómo él presumía de sus billetes y su influencia.
- Está bien, iré contigo. - Le dije finalmente a Sam que simplemente se giró, dándome la espalda, y comenzó a caminar hacia la salida.
Me despedí de mi madre sin mucho entusiasmo y me apresuré en seguirle.
En cuanto llegué a su lado en la entrada del restaurante, esperé cruzado de brazos a que nos trajeran su coche.
Me sorprendió ver cómo sacaba un paquete de tabaco de la chaqueta y encendía un cigarrillo. Lo miré mientras se lo llevaba a la boca y segundos después expulsaba el humo con lentitud y fluidez.
Yo nunca había fumado, ni siquiera lo había probado cuando a todos mis amigos les había dado por fumar en los lavabos del instituto. No entendía qué satisfacción podía traer a las personas el hecho de inhalar humo cancerígeno que, no sólo dejaba un olor asqueroso en la ropa y el pelo, sino que también perjudicaba a miles de órganos del cuerpo.
Como si estuviera leyéndome la mente, Sam se giró hacia mí y, con una sonrisa sarcástica, me ofreció el paquete.
- ¿Quieres uno, hermanito? - Me preguntó mientras volvía a llevarse el cigarro a los labios e inspiraba profundamente.
- No fumo... y si fuera tú haría lo mismo, no querrás matar la única neurona que tienes. - Le dije dando un paso hacia delante y colocándome donde no tuviera que verle.
Entonces sentí su cercanía detrás de mí, pero no me moví, aunque sí me asusté cuando soltó el humo de su boca cerca de mi cuello.
- Ten cuidado... o te dejo aquí tirado para que vayas a pie. - Dijo, y justo entonces llegó el coche.
Lo ignoré todo lo que pude mientras caminaba a su coche.
Toda la frustración, enfado y tristeza se habían ido agudizando a medida que la velada iba avanzando y las por lo menos cinco discusiones que ya había tenido con aquel imbécil habían conseguido que aquella noche estuviera en lo peor de lo peor de mí mismo.
Me apresuré en ponerme el cinturón mientras Sam encendía el coche, colocaba su mano sobre mi asiento y giraba la cabeza para dar marcha atrás e incorporarse al camino de salida. No me sorprendió que pasase de seguir hacia adelante donde la pequeña rotonda que había al final del camino estaba justamente diseñada para que nadie hiciera justamente lo que Sam estaba haciendo en aquel instante.
No pude evitar emitir un sonido de insatisfacción cuando nos reincorporamos a la carretera principal ya fuera del Club Náutico y mi hermanastro aceleró el coche a más de 120 ignorando deliberadamente las señales de tráfico que indicaban que por ahí sólo se podía ir a 80.
Sam ladeó el rostro hacia mí.
- ¿Y ahora qué problema tienes? - Me preguntó de mala manera, en un tono cansino como si no pudiera aguantarme ni un minuto más; ja, pues ya éramos dos.
- Lo que me pasa es que no quiero morir en la carretera con un energúmeno que no sabe ni leer una señal de tráfico, eso es lo que me pasa. - Le contesté elevando el tono de voz. Estaba en mi límite, poco más y me pondría a gritar como una posesa; era consciente de mi mal genio; una de las cosas que más odiaba de mí mismo era mi falta de auto control cuando me enfadaba, ya que tendía a gritar, insultar y he de admitir que en ocasiones a pegar, pero eso había sido una ocasión sin precedentes y me prometí a mí mismo que nunca volvería a perder los estribos de aquella manera.
- ¿Qué coño te pasa? - Me preguntó enfadado mirando hacia la carretera. Por lo menos no conducía con los ojos cerrados; de aquel idiota me habría esperado cualquier cosa. - No has dejado de quejarte desde que he tenido la desgracia de conocerte y la verdad es que me importa una mierda cuáles sean tus problemas; pero estás en mi casa, en mi ciudad y en mi coche, así que cierra la puta boca hasta que lleguemos. - Dijo elevando el tono de voz igual que había hecho yo.
Un calor intenso me recorrió de arriba abajo cuando escuché esa orden salir de entre sus labios. Nadie me decía lo que tenía que hacer... y menos él.
- ¿Quién eres tú para mandarme a callar, pedazo de imbécil? - Le grité fuera de mí.
Entonces Sam pegó tal frenazo que si no hubiera tenido puesto el cinturón de seguridad habría salido volando por el parabrisas.
En cuanto pude recuperarme del susto miré hacia atrás asustado al ver que dos coches giraban con rapidez hacia la derecha para evitar chocar contra nosotros. Los bocinazos y los insultos procedentes de afuera me dejaron momentáneamente aturdido y descolocado por unos instantes; después reaccioné.
- ¡¿Pero qué haces?! - Grité sorprendido y aterrorizado de que nos fuesen a chocar.
Sam me miró fijamente, serio como una tumba y, para mi desconcierto, completamente imperturbable.
- Baja del coche. - Dijo simplemente.
Abrí tanto la boca ante la sorpresa que seguramente resultó hasta cómico.
- No hablarás en serio... - Le dije mirándole con incredulidad.
Me devolvió la mirada sin inmutarse.
- No te lo pienso repetir. - Me dijo en el mismo tono tranquilo y completamente perturbador que antes.
Aquello ya pasaba de castaño a oscuro.
- Pues vas a tener que hacerlo porque no pienso moverme de aquí. - Le dije observándole tan fríamente como él me miraba a mí.
Entonces se giró hacia adelante, sacó las llaves del interruptor y se bajó del coche dejando su puerta abierta. Mis ojos se abrieron como platos al ver que rodeaba la parte delantera del coche y se acercaba hacia mi puerta.
He de admitir que el chico acojonaba de verdad cuando se cabreaba y en aquel instante parecía más enfadado que nunca. Mi corazón comenzó a latir enloquecido cuando sentí aquella sensación tan conocida y enterradora en mi interior... miedo.
Abrió mi puerta de un tirón y volvió a repetir lo mismo que antes.