CAPÍTULO 11
Bienvenido a la guerra, padre, pero recuerda, yo ya he movido la primera pieza del tablero.
El tiempo avanzaba hacia el almuerzo del día siguiente, tras la intensa confrontación, el rey Herald decidió mantener al duque Ernest fuera de su presencia, ordenando su retirada inmediata del palacio. No obstante, el viejo duque, fiel a Freya y Bronson, pidió una última despedida con ellos. Aunque Herald estaba dispuesto a negarse, Livene susurró algo en su oído que cambió su perspectiva. Le sugirió que permitir la despedida facilitaría el control de la situación y evitaría un escándalo. Así, Herald aceptó que los hermanos Dagger fueran a la casa del duque, con la condición de que Livene los acompañara.
En la casa del duque de Iterbio, Freya y Bronson comenzaron a recoger sus pertenencias. Freya aprovechó para escribir una carta detallada sobre los recientes sucesos en la sala del trono, junto con una hoja de instrucciones para enviar la carta a Nepconte y asegurar su llegada al rey Adney. Antes de partir, el duque se despidió de ellos con un gesto de respeto, estrechando la mano de Bronson y besando la de Freya. Luego, los hermanos Dagger, acompañados por Livene, regresaron al palacio.
Mientras avanzaban por las calles de Trineón, pasaron nuevamente por el lugar donde un pequeño niño había sido torturado por Diot Hyde, un recuerdo sombrío que dejaba una marca indeleble en la memoria de la ciudad. Freya alargó ligeramente el cuello, observando el camino con atención. Era evidente que las calles estaban fuertemente vigiladas, con guardias en cada esquina que ahuyentaban a los comerciantes y mantenían un ambiente tenso en la ciudad.
— ¿En qué tanto piensas?
— No, nada.
Llegaron, entonces, al palacio.
Bronson ayudó a Freya a bajar del carruaje mientras observaba a Livene descender del vehículo delante de ellos. Este hombre, con gestos apresurados y ropas meticulosamente ajustadas, se acercó rápidamente a los hermanos.
— El rey los aguarda dentro, síganme, por favor.
Sin embargo, Freya, con una voz aparentemente inocente, planteó una preocupación:
— ¿Y nuestras pertenencias, qué será de ellas?
Livene, sin perder la compostura, respondió con rapidez:
— No deben preocuparse por eso. Otros se encargan de ello. Síganme sin demoras.
Livene, con gestos precisos y señales dirigidas a los guardias, indicó a su séquito que estaban listos para avanzar. Luego, se apresuró hacia una de las puertas laterales del castillo, en un gesto poco común, ya que, en contraste con otras ocasiones, eligieron entrar por la "puerta trasera" del palacio. Este cambio en la entrada al palacio reflejaba la necesidad de mantener la discreción y la privacidad en aquella ocasión particular.
Una vez frente a la puerta del salón, los guardias se abrieron paso al ver a Livene con la intención de entrar. Sin embargo, cuando vieron a los jóvenes hermanos Dagger que lo acompañaban, instintivamente cerraron la posibilidad de permitirles la entrada.
En ese momento, Livene intervino con una autoridad que no admitía objeciones:
— Déjenlos pasar, son invitados del rey.
Las palabras del consejero real fueron suficientes para que los guardias cedieran y permitieran que Freya y Bronson ingresaran a uno de los salones del palacio, donde el rey, sentado en uno de sus tantos tronos secundarios, los esperaba.
— Majestad —saludó Livene con una reverencia, no sin antes mirar sobre su hombro a los Dagger e indicar, con un gesto sutil, que se inclinaran ante la presencia del rey.
— ¿Hiciste lo acordado?
— Así es majestad, el duque no dirá ni una sola palabra.
El rey asintió satisfecho:
— Bien, bien. Ahora, ¿en qué estábamos?
Herald se levantó de su trono y descendió unos escalones, acercándose a Freya y Bronson. Con pasos lentos y deliberados, comenzó a rodear a Freya, examinándola con una mirada fija. Sus ojos recorrieron sus facciones, y, al detenerse frente a ella, tomó un mechón de su cabello rojo, acariciándolo con una mezcla de fascinación. Luego dejó que el cabello cayera y, con una mano, levantó el mentón de Freya, girando su rostro para estudiar sus ojos con minuciosidad. Freya, luchando contra sus instintos, mantuvo sus manos apretadas sobre la falda de su vestido, su cuerpo en tensión. La tentación de desenvainar una daga y acabar con él crecía dentro de ella y en un impulso desesperado, su mano comenzó a moverse lentamente hacia la daga oculta en su vestido.
El peligro se volvía palpable, pero justo en el momento en que parecía que tomaría una decisión irreversible, el carraspeo de Bronson resonó en la sala, deteniendo su movimiento.
— ¿Edad? —preguntó el rey, fijando su mirada en Freya—. Te lo pregunto por segunda y última vez. ¿Cuál es tu edad?
— V-ve-veintidós —respondió tartamudeando.
— ¿Padres? —siguió Herald, aunque sabía la respuesta, deseaba escucharla de su boca.
Los labios de Freya temblaron, queriendo pasar por asustadiza, pero Bronson dio un paso al frente.
— Somos huérfanos, majestad.
Herald lo miró brevemente, asintiendo con satisfacción.
— ¿Hay más de ustedes? —preguntó, su voz llena de expectación.
— No, majestad. Somos los únicos sobrevivientes de nuestra familia —respondió Bronson con tono grave.
El rey, alzando su mirada con una expresión de satisfacción, regresó a su trono y, con voz llena de triunfo, exclamó:
— ¡Perfecto! ¡Perfecto! ¿No te dije que esto era perfecto?
Sin dudarlo, Livene, de pie a su lado, respondió con tono firme:
— Definitivamente, mi rey.
— Definitivamente… Sí. Llévalos a las habitaciones acordadas y ordena a un grupo de sirvientas para que se encarguen exclusivamente de la chica, que la bañen y la vistan adecuadamente. Ella no puede vestir con esos... trapos, sería una vergüenza —afirmó el rey, dejando claro su deseo de imponer su voluntad—. Al chico, llévalo con los demás hombres y proporciónale una armadura.
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Editado: 16.02.2025