Néstor baja del autobús y se adentra en la oscuridad de la noche con pasos rápidos y pesados. El traje alquilado que aún lleva puesto, arrugado y salpicado de suciedad, es el único rastro visible de la fiesta de Navidad que terminó en un desastre. No se detiene a pensar en el frío que corta el aire ni en el cansancio que pesa sobre sus hombros; solo siente la furia que lo consume.
Sin vacilar, desciende las escaleras junto al puente, guiado por la rabia y el impulso de obtener respuestas. Bajo la estructura de concreto, la comunidad de indigentes descansa en un inquietante silencio, apenas interrumpido por el crepitar de unas cuantas fogatas dispersas. Sombras alargadas bailan en las paredes improvisadas de cartón y madera, proyectadas por la luz titilante de las llamas.
Con el corazón martillándole en el pecho, se planta frente a la destartalada choza de Edmundo y golpea la puerta con fuerza. El anciano abre la puerta y apenas tiene tiempo de ver la expresión de Néstor antes de hacerse a un lado. No dice nada, no intenta detenerlo. Con una mirada cansada, simplemente sale de la choza y los deja solos.
Angela está ahí, sentada en un viejo colchón, con la mirada fija en la pequeña mesa frente a ella. Sobre la superficie desgastada, una piedra de afilar descansa bajo sus manos, y con movimientos pausados, desliza la navaja sobre ella, arrancando un leve chirrido con cada pasada.
—¿A qué debo el honor? —pregunta con sorna, sin dejar de deslizar la hoja sobre la piedra de afilar.
Néstor aprieta los puños. Esa expresión, esa actitud desinteresada… No necesita más pruebas. Es culpable.
—Tú fuiste.
Angela alza una ceja.
—¿De qué hablas?
Néstor avanza hacia ella y patea la mesita que los separa. La piedra de afilar cae al suelo con un sonido seco, pero Ángela ni siquiera pestañea.
—No te hagas la idiota. Tú atacaste a Leila. ¡Por tu culpa ella está muriendo!
Angela suspira y deja la navaja sobre la mesa volcada. Se cruza de brazos, como si la acusación le aburriera.
—¿Y si fuera cierto? —ladea la cabeza, desafiante—. ¿Qué harías?
Néstor siente un impulso de rabia recorrer su cuerpo. Quiere gritar, quiere hacerla pagar, pero sabe que jamás podría hacerle daño. En lugar de eso, se acerca más, mirándola con rencor.
—¿Por qué, Angela? ¿Qué te hizo Leila?
Ella aprieta la mandíbula y su mirada se ensombrece.
—Nada.
—Entonces, ¿por qué la odias tanto?
Angela se levanta de golpe y lo encara.
—Porque siempre está cerca de ti, siguiéndote a todos lados.
—¿Qué…?
—Me enfermaba verlos juntos todas las malditas noches, en el colegio.
Sus palabras quedan suspendidas en el aire. Néstor parpadea, confuso. Un escalofrío le recorre la espalda.
Y entonces lo entiende.
—Eras tú. —Su voz sale apenas en un susurro—. Todo este tiempo… Tú eras la que nos espiaba en el colegio.
Angela no responde, pero el brillo en sus ojos azulados la delata.
—¡Dime la verdad! —exige Néstor, sacudiéndola por los hombros.
—¡Sí, sí a todo! —Angela grita de golpe, la voz quebrada entre ira y algo más profundo.
El aire en la pequeña choza se vuelve más liviano, pero la tensión sigue flotando entre ellos. La mirada de Néstor se suaviza, aunque su corazón sigue desbocado, golpeando contra sus costillas.
—¿Por qué? —Su voz sale en un susurro, cargada de confusión y sentimientos escondidos.
Angela aparta la mirada, los labios temblorosos, su respiración agitada como si sus pulmones estuvieran a punto de estallar.
—Porque me dio la maldita gana…
—¿Sientes algo por mí? Es eso, ¿verdad? —insiste Néstor, dando un paso hacia ella, buscándole los ojos.
Angela se aparta bruscamente, como si el contacto con él quemara, como si su propia verdad la aterrara.
—De-Deja de decir estupideces. Mira mi rostro… ¿Crees es bueno ilusionarme de alguien mientras estoy luciendo así? —Ángela señala sus cicatrices con una mezcla de desdén y vergüenza, como si fueran una marca imborrable de algo que la condena.
Néstor la observa en silencio, sus ojos recorriendo cada línea de su piel herida, pero sin repulsión, sin lástima. Da un paso adelante, acortando la distancia entre ellos.
—Desde el primer momento en que te vi, me gustaste, y supe que no era por tu belleza. Eso era lo menos interesante en ti… Lo que realmente me atrajo fue ese brillo que emanaba de tu interior, Ángela.
Ángela suelta una risa amarga.
—Es una lástima…, porque dentro de mí solo queda oscuridad.
Néstor exhala con una mezcla de resignación.
—No sé por qué… pero yo aún veo aquel brillo. —Su voz se vuelve más baja, casi un susurro. Luego, una sonrisa cínica asoma en sus labios—. Y ahora creo que estoy jodido.
Ángela se queda en silencio un momento, sus ojos clavados en Néstor, como si estuviera intentando desentrañar el significado de sus palabras. La expresión de su rostro cambia lentamente, pasando de una fachada desafiante a una vulnerabilidad que, por un instante, no puede ocultar. Algo en lo más profundo de su ser se revuelca, un sentimiento que no puede identificar, pero que la asusta con cada segundo que pasa.
—No... —musita, apenas audible, como si quisiera convencerse de que no está entendiendo lo que acaba de escuchar.
Néstor la observa, su mirada más suave de lo que él quisiera admitir, pero ella no lo soporta. Da un paso atrás, luego otro. Un temblor recorriendo su cuerpo la obliga a girar bruscamente, buscando la salida con pasos lentos.
—No puede ser... —se repite, sus palabras ahora vacías, casi perdidas, como si intentara escapar de un par de mentiras que buscan ilusionarla y desarmarla. Sus manos tiemblan mientras agarra la puerta de la choza, empujándola con brusquedad.
Néstor intenta llamarla, pero ella ya está afuera, corriendo hacia la oscuridad, como si las sombras pudieran esconderla de él. La fría brisa de la noche golpea su rostro, pero Ángela ni siquiera lo nota. La capucha cae de su cabeza y su rostro desfigurado es expuesto al mundo, a la soledad de la calle. Su corazón late desbocado, martillando contra su pecho.