Cúrame

capítulo 1: Invisible

Me levanto a las seis de la mañana, como todos los días. Preparo el desayuno, atiendo a mis perras, mientras mi mamá, con el amor que solo ella tiene, me cocina el almuerzo para llevar. Ella es una mujer fuerte, agotada por los años y las responsabilidades, pero jamás se queja. La admiro, aunque rara vez se lo digo. Tomo mi café rápido y salgo corriendo. Entro al hotel a las siete y si no me apuro, llego tarde. En esta ciudad no se perdona el retraso.

Al pasar frente al espejo enorme del lobby, evito mirarme. No puedo. No me gusta lo que veo. Me siento fea. Me incomoda que la gente me mire, que opine. Si pudiera trabajar desde casa, lejos de las críticas y las miradas, lo haría sin dudar. No soy obesa, pero he vivido siempre en guerra con mi cuerpo, en dietas constantes, luchando contra kilos que nunca terminan de irse. Nunca he sido suficiente, ni para los demás, ni para mí. Siempre me sentí como una versión defectuosa de lo que debería ser una mujer.

Mi supervisora me recibe con una sonrisa exageradamente cálida. Me regala un chocolate y luego me suelta la bomba: —Recuerda que hoy te toca limpiar la habitación principal.

Todo el hotel está revolucionado porque llega un poderoso empresario. Reservó la suite y toda la planta. Todos corren como si llegara un dios. Yo, como siempre, hago mi trabajo. Aunque soy parte del personal de atención al público, cuando hay emergencia, toca hacer de todo. Algún día, espero, me ascenderán al área administrativa. Aunque sea para sacar copias. Cualquier cosa menos esto. Limpiar el sudor ajeno, soportar exigencias de gente que ni me mira a los ojos... no es lo que imaginé cuando estudiaba, cuando aún soñaba.

Subo a limpiar la suite. Todo está impecable. Al terminar, bajo por las escaleras del personal y, al salir del pasillo de servicio, se abren las puertas del ascensor. Lo veo.

El hombre más guapo que he visto en mi vida.

Alto. Musculoso. Elegante. Imponente. Tiene esa clase de presencia que hace que el aire se te atore en los pulmones. Por un segundo me pierdo en un pensamiento prohibido: desearía... no, olvídalo. Borro esas ideas y me obligo a centrarme. Atrás de él vienen al menos diez hombres de seguridad. No es cualquier cliente. Es alguien importante. Alguien poderoso. Alguien intocable.

Cumplo mi turno y vuelvo a casa. Hago mi rutina. Cuido a mi mamá, alimento a mis perras, preparo la cena. Pero cuando me acuesto... ahí está él, en mi mente. No logro sacarlo. Desearía tener el cuerpo de una supermodelo, solo para tener una oportunidad con alguien como él, porque seamos sinceras: solo debe salir con mujeres perfectas. Yo no lo soy. Soy invisible. Soy la que limpia, la que sirve, la que se borra.

Me duermo viendo TikToks, como siempre. Me gusta perderme en otras vidas por unos minutos, fingir que todo está bien.

Al día siguiente, siete en punto. Estoy en la recepción del enorme Hotel Vassari. Una señora se siente mal y voy a la cocina por un vaso de agua. En el pasillo, escucho a mi jefa hablar por teléfono: —Sí, señor. El señor Leandro Vassari ya está en su suite y siendo atendido tal como usted lo solicitó.

Me quedo petrificada. ¡Él es Leandro Vassari! El dueño del hotel. El magnate. El hombre de los conglomerados internacionales. No le gusta aparecer en público, dicen que mientras más dinero tienes, más enemigos también. Y más secretos que esconder.

Corro por el vaso de agua y la pastilla para la clienta. La atiendo con mi mejor sonrisa, aunque por dentro sigo procesando la revelación. Justo entonces, mi jefa se me acerca: —Por favor, el señor solicitó un jugo de naranja. Llévaselo de inmediato. Solo entra y déjalo en la mesa de la sala. Está terminantemente prohibido quedarse mucho tiempo.

Voy feliz. Solo quiero verlo otra vez. No me juzgues. Es malditamente atractivo. Aunque sea para dejarle un vaso. Me basta con eso. En mis fantasías breves, me gustaría ser vista por él, aunque fuera por un segundo.

Entro a la suite. Dejo el jugo en la mesa. Cuando me doy la vuelta para salir, él entra en la sala.

Perfecto. Impoluto. Devastadoramente hermoso.

Pero entonces, abre la boca: —¿Quién te dio permiso para entrar? ¿Cualquier persona tiene acceso a mi habitación? Creí que solo el personal autorizado podía ingresar, pero veo que tú eres solo una empleada cualquiera.

Mi corazón se encoge. Su voz es fría, cortante. Me atraviesa. No me mira. Habla con desprecio. Como si no existiera. De pronto, uno de sus hombres se acerca y, sin decir nada, comienza a revisarme como si fuera una ladrona. Me palpa los brazos, la cintura, la espalda. Estoy tan en shock que no reacciono. Me dejo hacer. Me siento sucia, humillada. Invisible y, a la vez, expuesta como nunca antes.

Cuando termina, apenas puedo hablar: —Disculpe, señor. Me enviaron a traerle el jugo.

Sigue sin mirarme. Le habla a su guardia y se da media vuelta. Como si yo fuera aire.

Uno de sus hombres me dice: —No vuelva a entrar sin avisar al personal de seguridad.

Solo asiento y salgo casi corriendo. Estoy al borde del llanto. Entré por la puerta del personal, como siempre. Nada más. Y aún así, parece que cometí un crimen. Lo que me dolió no fue la revisión, sino el desprecio. Como si yo hubiera cometido el peor de los delitos, como si existiera una culpa adherida a mi existencia. ¿Qué le hice yo? Nada. Pero él me trató como si no valiera ni un centavo. Como si mi humanidad le resultara incómoda.

Llego a recepción. Mi jefa me llama a su oficina: —¡Cómo se te ocurre hacer enfadar al señor Vassari! ¡Él es el dueño del hotel! ¡Podría despedirte en un segundo!

—Lo siento. Entré por la puerta de servicio, como todos los días. No sabía que debía avisar.

—Que no se vuelva a repetir. Me lo dijo en un tono amable y cordial, casi con pena al ver mi estado.

Asiento. Salgo. Sigo trabajando. Pero por dentro, solo pienso en una cosa:

¿Cómo alguien tan guapo... puede ser tan cruel? Ese hombre que la noche anterior me había hecho ilusionarme, me humilló sin pensarlo dos veces. Y eso, duele más de lo que debería.



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En el texto hay: mafia, romance +18, bab boy

Editado: 03.05.2025

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