¿Has sentido alguna vez la soledad? Ese sentimiento que te consume lentamente, y que se instala en lo más profundo de tu ser. Primero, llega el dolor, el choque de la incredulidad cuando pierdes a alguien querido. Es como estar en un mar agitado, luchando por no ahogarte, agarrándote desesperadamente a cualquier cosa que te mantenga a flote. Pero luego... llega un momento en el que simplemente dejas de sentir.
No luchas, no intentas, simplemente dejas que las cosas sucedan. Todo se siente tan irreal, como un sueño del que no puedes despertar. Dejas de vivir, pero aún sigues con vida.
Mientras miro por la ventana del avión, viendo cómo Tokio se desvanece entre las nubes, me doy cuenta de lo mucho que me ha consumido esta soledad. Tokio, donde crecí, donde cada rincón tiene un recuerdo, un eco de lo que alguna vez fue mi vida. Pero ahora, con mis abuelos fallecidos, esos recuerdos se sienten como fantasmas, partes de un pasado que ya no me pertenece.
Mis padres se fueron hace tiempo, y ahora también mis abuelos. Estoy solo. Cada día en esta ciudad ha sido una batalla contra esa sensación de vacío. Y ahora, me encuentro volando hacia un lugar nuevo, hacia una familia que apenas conozco.
Lo único que deseo es volver a Tokio, a casa. Espero que este año pase rápido para poder regresar lo más pronto posible. La idea de estar en un lugar desconocido, lejos de los pocos recuerdos que aún me sostienen, me aterra. Pero no tengo otra opción.
Mientras el avión se eleva y la ciudad desaparece, cierro los ojos y prometo a mí mismo que, sin importar lo que pase, encontraré la manera de seguir adelante. Por ahora, dejo que las cosas sucedan y espero, con toda mi alma, que este viaje sea el comienzo de algo mejor.
Cuando llegué al aeropuerto de Incheon, sentí una mezcla de nerviosismo y anticipación. El bullicio y el ajetreo de la terminal me envolvieron, con voces hablando en coreano y anuncios resonando por los altavoces. Agarré mi mochila con fuerza, sintiéndome perdido en este mar de desconocidos.
Intenté reconocer las caras familiares de mis tíos y mi primo, aunque nunca los había visto en persona. Saqué mi celular y miré la foto que me habían enviado: un hombre y una mujer sonrientes, la mujer pelirroja y el hombre con anteojos, con un chico a su lado que parecía más interesado en su teléfono que en la cámara.
Escaneé la multitud, tratando de encontrar a alguien que coincidiera con la imagen. Los minutos parecían estirarse interminablemente mientras me mezclaba con la gente, sintiéndome cada vez más fuera de lugar.
De repente, vi a una pareja que se parecía a mis tíos. La mujer tenía la misma sonrisa cálida que en la foto, y el hombre, con su expresión amable, parecía más joven de lo que esperaba. A su lado estaba un chico, presumiblemente Chaewon, que miraba su teléfono con la misma indiferencia que en la imagen.
Me acerqué a ellos con cautela, esperando que no estuviera cometiendo un error. La mujer levantó la vista primero y, al verme, su rostro se iluminó con una sonrisa de bienvenida.
—¡Lee! Bienvenido a Corea, estamos muy contentos de tenerte aquí — dijo mientras se adelantaba para abrazarme. Era un gesto cálido, pero no pude evitar sentirme un poco rígido.
—Gracias —respondí, tratando de sonar agradecido.
Chaewon finalmente levantó la vista de su teléfono y me miró con una sonrisa sarcástica.
— Así que tu eres Lee, el desconocido que vendrá a vivir a mi casa.
Bajé la mirada, sintiéndome incómodo, pero traté de mantener la calma.
—Genial, justo lo que necesitaba. Ya empezamos con los comentarios sarcásticos— pensé.
—Chaewon, no seas grosero. Lee ha pasado por mucho — dijo mi tía, poniéndome una mano en el hombro.
Chaewon levantó las manos en un gesto de rendición, pero su sonrisa sarcástica persistió.
—Tranquilos, solo bromeaba. Bienvenido a casa, primo.
Observé a Chaewon con una mezcla de desconfianza y resignación.
—Espero que las cosas mejoren a partir de aquí... aunque tengo mis dudas —pensé mientras caminábamos hacia la salida del aeropuerto.
Mi tío intentó romper la tensión.
—Vamos a casa, Lee. Hay mucho que queremos mostrarte.
Salimos del aeropuerto y nos dirigimos al auto. La ciudad de Seúl se desplegaba en el horizonte, llena de luces y vida.
Llegamos al auto, y mientras colocaba mi mochila en el maletero, mi tía no tardó en comenzar con los halagos.
—Lee, te pareces tanto a tu padre. Tienes sus mismos ojos — dijo con una sonrisa nostálgica.
—Sí, definitivamente tienes la mirada de tu padre —- agregó mi tío mientras asentía, como si confirmara un hecho indiscutible.
Intenté sonreír, pero me resultó difícil. Mientras nos acomodábamos en el auto, me sentí como un extraño en medio de una conversación que no terminaba de comprender del todo.
—-¿Y cómo te va con el coreano? ¿Se te dificulta mucho? —- preguntó mi tía, girando la cabeza para mirarme desde el asiento delantero.
-—No, lo manejo bastante bien —- respondí, tratando de ser cortés. Pero noté que mis palabras salían cortantes, casi mecánicas.
Intentaban hacerme más preguntas, preguntas simples sobre mis gustos, sobre cómo había sido el viaje. Pero cada respuesta mía era breve, monosilábica. No podía evitarlo; me resultaba difícil abrirme en ese momento.
—-¿Te gusta la comida coreana?— preguntó mi tío, con la esperanza de encontrar un tema que pudiera interesarme.
-—Sí, es buena -— respondí, sin apartar la mirada del paisaje que desfilaba por la ventana del auto.
Me concentré en las calles, los edificios y las luces de Seúl. Era todo tan diferente de Tokio, pero al mismo tiempo, había algo familiar en el bullicio de la ciudad. Traté de mantener mi mente ocupada con el paisaje, dejando que la conversación de mis tíos se convirtiera en un ruido de fondo.
Ellos seguían hablando, llenando el silencio con comentarios sobre la ciudad, sobre lo que querían mostrarme, sobre cómo esperaban que me sintiera como en casa. Pero yo solo podía pensar en cómo había dejado todo atrás y en cómo me sentía más solo que nunca, incluso rodeado de gente.
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Editado: 17.11.2024