Cursed Book

Capítulo 1| Promesas Olvidadas.

La niebla cubría el bosque como un velo espectral como si tuviera vida propia. Las sombras de los árboles se alargaban con formas distorsionadas, como si quisieran atraparme. El aire olía a tierra húmeda y algo más... algo metálico.

No sabía dónde estaba ni cómo había llegado ahí. Cada paso que daba sonaba como si pisara carne mojada. Y entonces apareció...

A lo lejos, una figura se materializó entre la bruma. No se movia. No decia nada. Pero su presencia era como una bofetada helada en medio del pecho. Era un chico. No podía ver su rostro, pero su silueta estaba llena de algo que heló mi sangre.

Detrás de él, otras figuras se alzaban en silencio. Cinco o cuatro en total. Todas iguales. Calladas. inamovibles. Solo estaban ahí, observándome.

Entonces, el chico alzó el rostro y pronunció las palabras que me hicieron sentir un vacío en el pecho.

-¿Por qué no cumpliste tus promesas, Lee?

Su voz era tan suave que dolía. No era enojo. Era algo más feo. Algo que se te queda metido en los huesos: decepción.

Di un paso atrás.

-¿Qué promesas...? -susurré.

Di un paso atrás. Él dio uno hacia mí.

Pero antes de que pudiera obtener una respuesta, todo se volvió negro y...

...Abrí los ojos de golpe.

Desperté.

Mi corazón latía como si hubiera corrido un maratón sin entrenar y mi respiración sonaba como una película dramática mal actuada. Genial. Otro comienzo de día maravilloso en la vida de Lee.

Sentí el sudor frío en mi espalda mientras mi mirada se acostumbraba a la penumbra de la habitación.

Un sueño. Solo un maldito sueño.

Traté de calmarme, cerrando los ojos por un instante, pero la frase aún resonaba en mi cabeza.

"No cumplistes tus promesas."

Me pasé una mano por el rostro y exhalé despacio antes de sentarme en la cama. Desde la ventana, las luces de la ciudad parpadeaban como estrellas caídas. es sol apenas se asomaba pintando el cielo de colores. Ya no estaba en Tokio.

El cuarto olía a nuevo. A limpio. A "no toques nada". Todo estaba tan ordenado que parecía una exhibición de IKEA: escritorio blanco con su monitor curvo perfecto, una estanteria con libros que no eran mios, luces suaves, plantas de mentira (espero que sean de mentira), paredes grises que intentaban ser modernas. Hasta la cama era elegante. Y grande. Demasiado grande. Como si alguien esperara que yo supiera ocupar espacio.

Me levanté sin ganas, pero el uniforme recien planchado en el clóset me devolvió a la realidad: era mi primer día de clases.

Negro. Formal. Cuadrado. Perfecto para parecer alguien que tiene su vida bajo control, lo cual no podría estar más lejos de la realidad. La corbata vino con rayas blancas y el blazer con un escudo bordado que gritaba "pretensión académica".

Suspiré, tome el gancho donde colgaba el uniforme y me dirigí al baño. El agua caliente ayudó a despejar mi mente, pero la sensación incómoda en el pecho seguía ahí.

Al salir me mire al espejo sin ganas.

-Me veo como el asistente del villano en un dorama barato -murmuré mientras me abotonaba la camisa.

El uniforme estaba tan perfectamente planchado que hasta el aire alrededor de él parecía más rígido. Tomé la chaqueta de este, me la puse, y me lancé una última mirada en el espejo.

Sí. Justo lo que necesitaba para mi primer día: parecer una versión deprimida del presidente del consejo estudiantil.

El aroma del desayuno me recibió en cuanto bajé las escaleras. No importaba en qué parte del mundo estuviera, el olor a comida casera siempre traía una sensación de familiaridad... aunque esta casa aún no la sentía como propia.

Al llegar al comedor, encontré a mis tíos ya sentados. El lugar era amplio, con ventanales que dejaban pasar la luz matutina y muebles modernos que parecían recién salidos de una revista de arquitectura. Mármol, cristal y acero por todas partes. La casa entera gritaba perfección, éxito, prestigio... y yo no encajaba en nada de eso.

Mi tía me regaló una sonrisa cálida en cuanto me vio cruzar el umbral. Era la misma que usó en el velorio de mis abuelos, cuando apenas sabía cómo dirigirse a mí.

-¡Buenos días, Lee! -dijo con entusiasmo suave-. ¿Dormiste bien?

-Sí... más o menos -mentí, tomando asiento frente a ella. No tenía sentido decirle que apenas había dormido, que la cabeza no me dejaba en paz desde que llegué a Seúl.

Mi tío estaba en su lugar habitual, con su elegante uniforme de comisionario general. No necesitaba hablar para imponer respeto; su postura rígida, el periódico extendido entre sus manos y su mirada fría bastaban. Era de esos hombres que parecían haber nacido para dar órdenes, no para ser padres o tíos. Solo lo había visto sonreír una vez, y no fue conmigo.

-Hoy es tu primer día, ¿no? -preguntó sin apartar la vista del periódico.

-Sí.

-Es una buena escuela. Solo mantente al margen de los problemas.

-Lo intentaré -respondí en automático, como si respondiera a un oficial superior. Porque, de algún modo, eso era él.

Mi tía colocó un plato frente a mí con esmero. Tostadas con aguacate, huevos pochados y una taza de té caliente. Ella sí se esforzaba en ser amable, aunque esa amabilidad a veces parecía más parte de un protocolo que un gesto genuino. Agradecí en voz baja.

El estruendo de pasos desordenados en las escaleras rompió el ambiente formal. Poco después apareció Chaewoon, mi primo, despeinado y con la camisa del uniforme mal abotonada, mientras se tallaba los ojos con desgano.

-Chaewoon, ya era hora -dijo mi tía, con ese tono a medio camino entre el regaño y la costumbre.

-Mamá, por favor... -bufó, arrastrando los pies hasta la silla-. Es demasiado temprano para tus discursos.

-Es temprano porque nunca eres capaz de levantarte a tiempo -contestó ella, colocándole el desayuno frente a él.

Él ni se molestó en replicar. Solo se encogió de hombros y empezó a comer sin mucha ceremonia. Pero entonces levantó la mirada y me observó con el ceño fruncido, como si de pronto recordara algo que no le agradaba.




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