—Llegas tarde —dijo la voz rasposa del viejo, sin girar la cabeza, meciéndose lentamente en la desvencijada silla de madera frente a la posada.
Lena se detuvo en seco, la mano aún sobre el pomo de la puerta. Sintió una punzada de fastidio, no solo por las palabras, sino por la familiaridad con la que aquel desconocido se dirigía a ella. Se giró lentamente, cansada, tensa, al borde de la exasperación.
Lo fulminó con la mirada mientras se acercaba.
—¿Tarde a qué? —le espetó, clavando los ojos en el anciano—. ¿Le conozco? Porque estoy bastante segura de que no lo conozco a usted de nada.
El viejo levantó el rostro con lentitud. Sus ojos, medio velados por las cataratas, entrecerrados ante la luz anaranjada del atardecer, parecían buscar algo en el rostro de Lena… o recordarlo.
—Llegas tarde —repitió, con la misma voz temblorosa, como si esas fueran las únicas palabras que supiera decir.
Lena frunció el ceño. Se le tensaron los hombros.
—¿Otra vez con eso? —murmuró, conteniendo el impulso de gritar. Avanzó y se inclinó hasta quedar a la altura del anciano, apoyando ambas manos en los reposabrazos de la mecedora. Su rostro a solo unos centímetros del suyo.
—Estoy empezando a cansarme. ¿A qué llegué tarde, eh? ¿A qué?
Los ojos del hombre, apagados y hundidos, la miraron de pronto como si la vieran por primera vez. Algo en su expresión cambió. De la neblina del desconcierto emergió una chispa de reconocimiento.
—Tú no eres ella… —murmuró el anciano, apenas audible.
Se incorporó levemente, con el cuerpo tembloroso, como si la presencia de Lena lo perturbara profundamente.
—Eres la otra —susurró entonces, con voz quebrada.
Lena dio un paso atrás de golpe. Algo en el tono del viejo —no las palabras, sino el desconcierto detrás de ellas— hizo que un escalofrío le recorriera la espalda.
—¿Qué dijo? —preguntó, pero ya no con furia. Ahora era inquietud.
El anciano cerró la boca y miró al frente, hacia la nada. Su cuerpo volvió a hundirse en la mecedora, como si todo lo que podía decir ya lo hubiera dicho. La silla crujió suavemente al balancearse. No volvió a mirarla.
Lena permaneció allí unos segundos más, con el corazón latiendo con fuerza, mientras el sol terminaba de ocultarse tras los tejados del pueblo. Algo le decía que no se trataba de una confusión. Que el viejo no había confundido su rostro… sino que había visto algo más.
—Ronald perdió la cabeza hace algunos años —dijo una voz suave pero firme detrás de Lena.
Se giró de inmediato, sobresaltada. Frente a ella estaba la señora Mabel Thorne, la dueña de la posada, vestida con su habitual blusa de encaje pálido y un delantal perfectamente almidonado. La expresión en su rostro era amable, pero sus ojos —grises, vidriosos— parecían conocer más de lo que dejaba entrever.
—Es el padre de mi difunto esposo —añadió Mabel, con tono resignado—. No le queda más familia que yo, así que suele pasar los días ahí, en esa mecedora, mirando la calle como si esperara a alguien.
Lena lanzó una última mirada al anciano, que ahora parecía ausente, murmurando algo inaudible mientras se balanceaba con un ritmo hipnótico. Era como si su mente ya habitara otro mundo.
—Creo que me confundió con alguien más —dijo Lena, volviendo la vista hacia la señora Thorne.
Mabel le dedicó una sonrisa lánguida. Una que no alcanzó a tocar sus ojos.
—Con tu hermana —dijo sin rodeos, con una franqueza que golpeó como una bofetada.
El corazón de Lena dio un vuelco. Un latido perdido, como si algo se hubiese desincronizado dentro de ella. Sus manos comenzaron a sudar, y una repentina oleada de frío le recorrió los brazos.
—¿La conocía? —preguntó, con voz apenas audible, casi temiendo la respuesta.
Mabel asintió despacio.
—Oh, sí. Nora pasaba horas hablando con él, incluso antes de… bueno, de lo que ocurrió. A veces se sentaban aquí mismo. Otras, ella lo acompañaba a la iglesia. Solían quedarse frente al mural por largos ratos.
Hizo una pausa. Sus ojos se enturbiaron brevemente con recuerdos que prefería no desenterrar.
—Después de la tragedia —continuó—, Ronald cambió. Al principio, hablaba solo. Decía cosas incoherentes. Decía que el mural estaba maldito. Que hablaba. Luego empezó a confundir los días, las personas… hasta que simplemente dejó de hablar del todo.
La señora Thorne se acercó un poco más, bajando la voz.
—En mi opinión, ese mural no debería ser restaurado, señorita Jones. Debería ser quemado hasta las cenizas.
Lena la miró, horrorizada y fascinada a la vez.
—¿Cree que está… maldito?
Mabel la observó por un largo instante, y luego sonrió. No con calidez, sino con una resignación que helaba.
—No sé si esa es la palabra. Pero lo que sé es que todo el que ha pasado demasiado tiempo frente a él… ha cambiado. Y no para bien.
Lena bajó la cabeza, con la garganta seca, sintiendo cómo la pregunta que había estado revoloteando en su mente desde que llegó se volvía insoportable. Dudó unos segundos, como si pronunciarla pudiera abrir una puerta que no podría volver a cerrar. Finalmente, alzó la mirada hacia la señora Thorne.