—Fue un 28 de agosto...
La vi por primera vez.
Y no, no fue una mirada cualquiera.
Era hermosa, tan radiante, que sentí que el mundo se detuvo un segundo.
—¿Quién es ella? —me pregunté, como si mi corazón acabara de encontrar algo que ni sabía que buscaba.
La conocí por unos juegos en la escuela.
Ella, amiga de una amiga.
Solo era para invitarla a jugar con nosotros.
Y jugamos.
—¡Vamos, equipo, podemos ganar!
Y sí... ganamos. Primer lugar.
Risas, esfuerzo, alegría.
Y ahí estaba ella... su risa entre el ruido, su cara iluminada.
Ese día fui feliz.
Después... silencio.
No volvimos a hablar.
Pero cada vez que iba a la escuela, mis ojos la buscaban.
Y cuando la encontraba…
—Dios, qué hermosa es.
Me estaba enamorando en silencio.
Sin tocarla, sin hablarle, solo mirándola...
Como quien mira una estrella sabiendo que nunca la va a alcanzar.
Hasta que llegaron las ofrendas.
La escuela se llenó de flores, colores, olores.
Cada maestro escogió a dos alumnos para ayudar.
Y ahí estaba ella… otra vez el destino poniéndomela enfrente.
—Hola… —le dije.
Y cuando respondió, mi corazón casi explota.
—Hola —me dijo, sonriendo.
Y cada palabra que salía de su boca me hacía sentir vivo.
Me tiró pétalos de cempasúchil y yo le regresé la broma.
Risas.
Cercanía.
—¿Qué está pasando?, pensaba. ¿Y si esta vez sí?
Empezamos a hablar.
Cada vez más.
Cada vez mejor.
Era especial.
Cada conversación era magia.
Llegó diciembre, con su espíritu navideño.
Y ella… me mandó una carta.
Y unas pulseras.
—No puede ser —pensé—. ¿Es esto real?
No me las puse, por miedo a perderlas.
Pero las dejé donde pudiera verlas siempre.
Porque ella me hizo feliz.
Tan feliz con algo tan simple.
Con un detalle.
Con su intención.
Vacaciones. Más confianza. Más mensajes.
Y yo… ya no aguantaba.
La amaba.
Tenía que decírselo.
—Me gustas. Mucho.
Silencio.
Y entonces lo dijo.
—No me gustas…
Así.
Simple.
Frío.
Como una piedra que cae y rompe todo dentro de ti.
Me destruyó.
Pero no me rendí.
Le seguí hablando.
Le mandé poemas. Cartas. Detalles.
—Algún día se dará cuenta…
En mi mente, no podía verme sin ella.
Y entonces…
—Me encanta cómo me hablas —me dijo un día.
Y volví a creer.
Volví a soñar.
Pensé que tal vez… tal vez sí se estaba enamorando de mí.
En mi cumpleaños, el 27 de enero…
Me dio un peluche.
Cartas.
Chocolates.
Flores.
¡Todo!
Yo… no podía con tanta emoción.
—Esto es amor, esto tiene que ser amor…
Ella me gustaba.
Me encantaba.
Su pelo. Su boca. Su piel. Su voz.
Todo.
El 14 de febrero se organizaron bodas en el pueblo.
Y yo… quería casarme con ella.
—¿Quieres casarte conmigo? —le dije, temblando.
Y aceptó.
Nos casamos.
Pero horas después…
—Me divorcio.
Y otra vez…
Mi corazón roto.
Mi ilusión hecha trizas.
Y entonces lo dijo:
—Solo te veo como un amigo.
—¿Qué? —No podía creerlo.
¿Después de todo? ¿Después de tanto?
Pasó un día…
Y quería saber de ella.
Pasaron dos…
Y la veía, y me preguntaba:
—¿Todo lo que dijo era mentira?
—¿Y las cartas?
—¿Y las pulseras?
—¿Y los "me encantas"?
Y entonces sus amigos se burlaron de mí.
Y ella…
Ella dijo algo que me aplastó:
—Afortunadamente no somos nada.
Eso me destruyó.
Eso fue el fin.
Me partió en mil pedazos.
Y yo…
Yo solo quería estar con ella.
La quería tanto.