Y bueno... ahora yo me encontraba en mi cuarto.
Triste.
Llorando.
—¿Qué hice mal?
—¿Qué me faltó?
Me lo preguntaba una y otra vez.
Llegaron las vacaciones de Semana Santa, y en vez de estar feliz, yo estaba vacío.
Todo lo que pensé que haría con ella… ese futuro que imaginaba…
Todo se fue al carajo.
Toda esa ilusión que construí en mi mente, con tanto cuidado, se desplomó de golpe.
Yo creía en el cuento de hadas.
Pensaba que, después del rechazo, tal vez ella me daría una oportunidad.
Creí que su amabilidad significaba algo más.
Pero tal vez… solo le daba pena.
Tal vez me hablaba por compromiso.
Y después de tanto… se cansó.
Eso me imaginaba.
Y esas preguntas, en vez de darme respuestas, me rompían más.
Así estuve cinco días.
Sin ganas de comer.
Sin encontrarle sentido a nada.
Mis papás salían mucho.
Y cuando los veía, era solo a la hora de la cena.
No podían ver lo que estaba pasando conmigo…
Y yo, en vez de contarles, me moría de miedo de ser juzgado.
Así que lo único que hacía era reír.
Reír y reír… hasta donde ya no se podía más.
Pero por dentro… ya no podía más.
Estaba cansado.
Cansado de todo.
Y sabía que algo tenía que hacer.
Quería ayuda.
De verdad quería.
Pero me daba pena hablar con las personas.
Así que tomé una decisión: leer.
Vi en algún lado que los libros podían ayudarte a crecer…
Y lo hice.
Me lancé a ese mundo mágico que solo los libros pueden dar.
Al principio, solo me olvidaba de todo por un ratito.
Pero ese ratito fue creciendo.
Y poco a poco…
Me fui enamorando de leer.
Y después… de escribir.
Y cuando regresamos a clases…
Todo era evidente.
El lunes llegó.
Y con él, la rutina.
El uniforme.
Las miradas.
Todo igual… y a la vez, todo distinto
Ese día…
A mi grupo le tocaban los honores.
Pero yo no estaba ahí.
Estaba con la bandade guerra, como siempre, con el trombón entre las manos.
Y desde lejos… la miraba.
Ella ahí, firme en su lugar, con el uniforme perfectamente acomodado.
Su cabello recogido.
Sus ojos… tan brillantes como la primera vez.
Y yo… con el alma hecha trizas, marcando el ritmo de una ceremonia que no podía sentir.
Y ahí estaba.
Con su sonrisa de siempre.
Con su voz que alguna vez me hizo temblar.
Con sus ojos… esos que ya no me miraban igual.
—Hola —me dijo más tarde.
Y yo respondí con una sonrisa rota.
De esas que uno practica frente al espejo para que nadie note que por dentro estás en pedazos y ya no puedes más.
Los demás… actuaban como si nada.
Como si el mundo no se hubiera derrumbado.
Como si yo no hubiera llorado cinco noches seguidas por alguien que… simplemente no me quiso.
Las clases pasaban, los días también.
Yo… seguía escribiendo.
En libretas. En el margen de los libros.
Porque era la única forma de no explotar.
Los libros me dieron una forma de escapar.
Las letras me abrazaron cuando nadie más lo hacía.
Y lo que era dolor, se empezó a convertir en palabras.
Y las palabras… en algo poderoso.
Ya no era el mismo.
No mejor.
No peor.
Solo… distinto.
Más consciente de lo que duele.
Y de lo que uno es capaz de soportar.