El bosque andante
La Universidad de Miskatonic nos había enviado de misión secreta al yacimiento de Chinkultic, en Chiapas, donde mucho tiempo atrás había florecido la antigua civilización maya. Varias prestigiosas instituciones de España y México habían unido fuerzas para poner en marcha una campaña que permitiera recaudar fondos e iniciar una ambiciosa expedición arqueológica; el objetivo era excavar, descubrir y dar a conocer al mundo diversos vestigios de aquella importante cultura precolombina.
La mayor parte de los trabajos proyectados por los directores de la expedición tendrían lugar en los bosques colindantes que ocupaban el territorio que iba entre "La Acrópolis", una clásica estructura piramidal maya, y un cenote llamado "Agua azul", situado en uno de los costados de dicha pirámide escalonada. Entre los arqueólogos y geólogos que comandaban aquella excavación estaban convencidos de que, bajo la frondosa arboleda que rodeaba el lugar sagrado, se escondía algún tesoro maya que aún no había salido a la luz.
Alguno de nosotros se había hecho pasar por antropólogo, aunque la mayoría estábamos allí en calidad de mano de obra para apartar piedras, cavar, talar árboles o trasladar cajas de material de aquí para allá. Al fin y al cabo, nadie debía saber que nuestra participación en aquella aventura arqueológica respondía al resurgir en la zona de un antiguo culto dedicado a Shub-Niggurath, la temida Cabra Negra de los Bosques. Miskatonic llevaba un tiempo indagando y recopilando datos, llegando a la conclusión de que se estaban celebrando unos impíos rituales de adoración celebrados por algunos grupos de sectarios. Evidentemente, había que echar un ojo a esas reuniones para determinar si se trataba de cuatro fanáticos aislados o si, por el contrario, se había establecido en Chiapas una secta organizada.
Aunque, teóricamente, llegar al complejo de Chinkultic no tenía que resultar complicado, lo cierto era que, a pesar de los mapas y las brújulas, llevábamos tres días vagando entre árboles sin dar con la maldita localización de las ruinas mayas, perdidos entre la exuberante vegetación y asediados por los insectos. Aquel era un bosque colosal y virgen formado, en su mayor parte, por encinas y pinos. Era denso y húmedo, tan tupido que la oscuridad casi lograba asfixiar la escasa luz que se filtraba a través de las retorcidas ramas. La savia primigenia de aquel lugar parecía palpitar en las profundas y antiguas raíces, insuflándole vida propia.
Durante el día avanzar resultaba agotador y los nervios iban apoderándose del ambiente; nadie se explicaba cómo era posible que no diéramos con la ansiada pirámide escalonada. Algunos comenzaron a susurrar que el bosque estaba encantado, que se movía en la oscuridad de la noche y que, cuando dormíamos, los árboles cambiaban de sitio para que nos perdiéramos en la espesura, nos desorientáramos y no pudiéramos abandonar jamás aquel laberinto de troncos. Pero si las mañanas eran duras, apenas encontrábamos descanso cuando caía el sol; por las noches las pesadillas habían alterado el sueño de varios miembros de la expedición que empezaban a decir que estábamos malditos.
Sinceramente, no sé si estábamos malditos, condenados o qué, pero sí sé que durante la tercera noche el condenado bosque cobró vida y empezó a moverse sembrando el caos y el pánico: destrozó varias tiendas, lanzó material y herramientas por los aires y devastó todo lo que encontraba en su camino. Aunque no eran árboles lo que se movía, no... ¡Eran los hambrientos retoños oscuros de Shub-Niggurath!
Sus largos y viscosos tentáculos en forma de ramas serpentinas, aquellas ominosas pezuñas de cabra que aplastaban todo a su paso y las espantosas bocas, abiertas y supurantes, que bramaban repartidas por un colosal cuerpo de más de seis metros oscuro como la brea que desprendía un fétido olor a muerte.
Un infierno andante acababa de abrirse en aquel bosque demencial...