Mamá solía decir que poseía magia. Nunca supe exactamente si se refería a la real o no. Pero solía decir que yo hacía magia con las flores, los jardines y demás: que yo les daba vida. Me gustaba sembrar flores en todos lados, incluso en invierno. Yo era la única que podía encontrar flores que pudieran prevalecer en cualquier estación del año: en el verano, cuando el calor era atosigante, el sol brillaba en lo alto y los campos brillaban; en primavera, cuando los árboles estaban frondosos y fuertes, con frutos, las flores llenas de vida y radiantes; en otoño, cuando las hojas comenzaban a caer marchitas de los árboles y formaban pilas de colores otoñales; y en invierno, cuando una enorme y gruesa capa blanca cubría todo a su paso.
Tenía la temible capacidad de ir completamente limpia y volver como si me hubiese revolcado en el suelo por puro gusto. Me entretenía en cualquier vereda, camino o lugar donde hubiese plantas o animales. La mayoría me conocía por mi habilidad con la jardinería, la que no consideraba del todo buena, pero me alegraba cuando algunas personas, por no decir todas, pedían mi ayuda para sembrar flores o para escoger frutos.
Papá solía decir que era una flor salvaje y hermosa, “la más hermosa del campo” dijo una vez. Tal vez lo decía por lo rebelde que era, o porque no podía quedarme tranquila, sin querer huir al bosque y recorrer todos sus pasajes y caminos, como si no los supiera ya y como si fuera la primera vez que iba.
Conocía el bosque revés y derecho. Me había perdido y encontrado el camino mil y un veces. Había visto cientos de animales que no creía que fuese posible ver… Consideraba el bosque más como mi hogar que el verdadero, no muy lejos de aquí.
Sin embargo, no todo era color de rosa para mí. Había escuchado los incontables mitos de Smert’[1], o la Muerte y nunca supe decir si eran todas historias verdaderas o no. Desde niña me había gustado escuchar cómo la Muerte acechaba las puertas de todos los hogares por los que rondaba, que estaba vigilante de los heridos y de los ancianos, pero también de las personas regulares.
También había oído cómo lo llamaban invierno. Según muchos mitos, él venía con la estación más fría de Anselaan y se llevaba muchas vidas en los meses más fríos, como si de una colección se tratase.
—Viene como si fuese su propia casa —contaban las viudas del pueblo, que eran las que tenían las historias más increíbles historias que hacían que uno se perdiera en ellas—, y se lleva cuantas almas quiera, reclamándolas suyas.
Desde niña me había preguntado por qué alguien como la Muerte reclamaría tantas almas, arrancándolas de sus seres queridos o de las peores formas. Escuché también que se le rendían cultos, como si con aquello fuese a hacer que él ya no quisiera tomar vidas, pero, ¿tan cierto sería? ¿Funcionaría realmente?
¿Existiría la Muerte después de todo?
Sabía que existían las brujas, bestias mitad hombre y mitad lobo, dragones que surcaban los cielos, serpientes marinas y muchísimas cosas más. No eran sólo historias, sin embargo, nunca había visto ninguna de estas criaturas con mis propios ojos, por lo que me costaba un poco digerir todos estos mitos.
Aunque, los creía, con cada fibra de mi ser. Lo hacía.
Algunas veces en invierno, me prohibían deliberadamente ir al bosque, porque sabían con precisión que yo perdía la noción del tiempo y solía salir muy tarde de ahí. No me lo tomaba a mal, pero a veces, no me sentía muy a gusto en mi hogar.
El invierno estaba acercándose y con él, mi hermosa ilusión de poder pasearme por el bosque con completa libertad y plenitud, pero sabía lo que podría ocurrir también si no obedecía a mi madre. Además, escuchaba sobre cómo el bosque era peligroso en invierno porque los lobos que habitaban en las montañas Livenskaya bajaban a cazar y a ser cazados también. Sin embargo, nunca le dije a nadie que una vez hacía un par de inviernos atrás había visto a una pequeña manada de lobos muy de cerca, devorar con furia a un ciervo que cazaron por ahí.
Había aprendido mi lección, pero también había visto a las majestuosas bestias que muchos cazadores solían matar por sus pieles. Una vez, conseguí espantar a un grupo de cazadores y que otros cuantos comieran alucinógenos porque los planté ahí en verano.
Miré el bosque que me rodeaba y no me sentí pequeña en lo absoluto, incluso sabiendo que el bosque de Nosovaya era más amplio de lo que cualquiera pudiese imaginar. Los enormes árboles se extendían más allá de lo que mi vista podía alcanzar, perdiéndose en una pequeña mancha borrosa y opaca, que continuaba kilómetros más allá, desenvolviéndose como un tapete.
Las hojas se desprendían de los árboles, con sus bonitos colores otoñales, formando pilas muy bonitas y enormes. Algunas flores seguían en pie, mientras que otras ya habían marchitado por completo.
Agradecía a los dioses que casi nadie viniera del lado norte del bosque, que daba a las montañas y a un río que conectaba nuestro pueblo y varios más, extendiéndose kilómetros hacia abajo. En algunas temporadas, como en primavera y verano, algunos cazadores aparecían para buscar diversión con los pobres animales. En invierno era a veces peor. Veía a los pobres zorros, lobos y osos perecer ante su furia, por lo que cada final de otoño y comienzo de invierno, solía poner trampas.
Conocía a la perfección la clase de plantas venenosas que lucían hermosas y radiantes, como si no pudiesen dañar a nadie, que parecieran comestibles. Las plantaba muchos meses antes del crudo invierno, cerca de donde los cazadores despiadados y arrogantes hacían paradas para descansar y comer, y así cuando buscaban sustento con algo dulce, caían en mi trampa. Nunca había matado a nadie, que yo supiera, y de ser así, contaba con que los animales se hubiesen hecho cargo de ellos.