Deathly Prince.

Capítulo 10.

Vi a los lobos adentrarse en el bosque, corriendo ligeramente como si fuesen una mancha y desaparecieron de mi vista. Me sentí un poco triste porque ni siquiera pude pasar más tiempo con ellos, pero me sorprendí porque no les tuve miedo una vez estuvieron a una distancia amenazante.

¿Era eso normal?

¿Debía considerarlo como un acto de piedad? Si no, ¿cómo qué?

Observé las huellas que habían dejado en la nieve y ahora en serio me percaté lo enormes que eran… No eran lobos comunes y corrientes, pero tampoco sabía qué eran.

¡Oh!

¿Podrían ser los hombres mitad lobo y mitad humano?

¿Vendrían muy seguido?

Maldije en voz baja porque me había estado perdiendo esto por casi dos semanas.

Monté a Skysong y salí del bosque, con una sensación de tristeza al voltear a ver atrás, preguntándome si volvería a ver a aquella peculiar manada. A comparación de los que vi hoy, los lobos que encontré hace dos inviernos eran unos perritos muertos de hambre y descuidados.

—Malditos cazadores —gruñí y negué, acercándome ahora al pueblo. Se veían como diminutas chozas cubiertas de nieve, la gente se veía pequeña transitando por las calles hacia el mercado.

Una vez sumergida entre tanta gente, volteé a ver a todos lados, como si estuviera buscando a alguien, como si fuese una paranoica. Imaginé que lo encontraba porque quería encontrarlo, quería ver el rostro que se escondía bajo aquella capucha negra; y yo sabía que no era el tipo de ojos verdes. No, lo que yo buscaba en este mar de personas era a un encapuchado con ojos azules.

Había llegado al pueblo un mercado de pulgas y la gente se conglomeró a comprar un montón de baratijas. Y como yo era curiosa por naturaleza, decidí acercarme también a ver qué encontraba de bueno: aún tenía una que otra moneda de las pieles de los conejos, así que podría adjudicarme algún regalo.

Las tiendas eran muy coloridas y los vendedores gritaban muy fuerte para atraer la atención de cualquier comprador a que se acercaran. Tenían de todo: desde diversos polvos que servían como especias, semillas para flores (compré un par: un girasol y una margarita), pieles de animales, ropa fina hasta joyería.

Encontré a una anciana sentada en un taburete, con una mesa larga cubierta por una manta de terciopelo rojo carmesí, y con bandejas llenas de joyería: pendientes de todos los tamaños; cadenas de oro, plata y bronce; pulseras con diversas decoraciones, y anillos también.

—¿Estás interesada en alguno? —preguntó la anciana, viéndome con sus ojos claros y en las esquinas de éstos se le formaban varias arrugas.

—Sólo veo —sonreí, tratando de mostrarme amable.

Ella asintió y seguí repasando las bandejas con la mirada, hasta que llegué a un anillo con una piedra oscura encima, casi pareciéndome negra…

—Es una obsidiana —señaló la señora, viéndome con profundidad y gravedad—. Este anillo es muy antiguo y me costó demasiado conseguirlo. ¿Estás dispuesta a negociar?

Sacudí la cabeza. —¿Qué simboliza la obsidiana?

La anciana me miró extrañada, como si estuviese sorprendida por mi pregunta; como si no hubiese esperado algo similar y creyera que yo era una simple chica más, con interés en las joyas bonitas… Lo era, pero no en ese sentido.

—Según los rumores, las hadas los usan —dijo con seriedad y luego soltó una carcajada por lo bajo—. Pero, claro, eso es lo que dicen. Soy vieja y he estado en muchas partes del mundo, sin embargo, jamás he visto un hada, ni nada parecido, así que dudo mucho que existan.

Asentí.

Pero me seguí preguntando de dónde había salido aquel anillo.

Si yo no creía del todo en aquellos mitos que había escuchado desde la niñez, ¿por qué me aferraba fielmente a las palabras de Mila? ¿Quería creer en sus palabras?

Dejé el anillo donde lo encontré, a la vista de la anciana, y seguí explorando el mercado. Me compré un bonito par de guantes blancos y encontré un puesto pequeño donde vendían libros; al parecer, nadie estaba interesado en él más que yo.

El hombre que estaba encargado del puesto se irguió de prisa cuando me vio acercarme. Los libros que tenía en su mesa eran de diversos tamaños y con pastas de muchos colores, antiguos y nuevos; de aspectos raídos y algunos como si recién hubiesen sido escritos.

—¿Interesada en alguno? —instó el hombre, de unos cuarenta y con un tono alegre y entusiasta, sin gritar.

—Todos se ven muy interesantes —comenté, acariciando las suaves pastas de algunos libros, temiendo que fuesen a esfumarse en algún momento.

—Puede verlos, no me importa mucho —señaló el hombre—. De hecho, es la primera persona que se acerca a este puesto desde que llegué… A la gente no le interesa mucho leer, ¿no?

Negué. —No. Dudo que entiendan el valor real de un libro.

El hombre rió. —Pero al parecer, tú sí lo conoces, ¿no?

Un escalofrío me recorrió y quité la mirada de los libros de golpe, reconociendo qué significaba aquello. Miré en varias direcciones, pero el lugar estaba demasiado atestado de gente que me costó encontrarlo…



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En el texto hay: fantasia, hadas, faes

Editado: 26.09.2020

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