SEGUNDA PARTE.
La silueta apareció y bailó como las ligeras llamas en el hogar. Ella alzó la mirada, acurrucada frente al horno y lo vio acercarse. Sabía quién era, pero estaba lo suficientemente cansada como para luchar.
Vete pensó, pero no lo dijo.
—¿Sabes por qué estoy aquí? —preguntó la voz, ronca y grave.
Naturalmente, la muchacha negó y regresó la mirada a las extintas brasas, gozando del último aliento de calor que podía permitirse antes de sentir el frío congelarle la sangre.
—¿Sabes por qué tú estás aquí?
De nuevo, ella negó.
La silueta apretó la mandíbula y la chica ni siquiera pudo ver la lanza que la atravesó.
**
La mesa estaba puesta y la comida estaba caliente, lista para ser servida. La puerta se abrió y una figura fornida entró, cargando unos leños en sus hombros. Su esposa estaba sirviendo las gachas en los platos y los dos niños le ayudaban a colocarlos. Cuando los niños vieron a su padre gritaron de alegría y corrieron a abrazarlo una vez éste bajó los leños.
Ella lo observó todo desde una esquina, como un fantasma: invisible ante los ojos de las cuatro personas reunidas ahí en la casa. Su casa. Donde ella había nacido y crecido, donde había amado y sido amada… Este lugar se lo había dado todo y se lo había quitado todo también.
—La cena está lista —anunció la mujer—. Vaslav, ve a lavarte y lleva a los niños contigo.
La muchacha se quedó inmóvil y los reconoció, sin saber cómo no pudo saberlo antes.
El hombre tenía el cabello oscuro y esos bonitos ojos verdes con dorado que brillaban con alegría. La mujer era delgada y su cabello rojizo caía debajo de sus hombros, con los ojos grisáceos llenos de vida.
El hombre y los niños salieron por la cocina, y la muchacha se dedicó a estudiar a la mujer que yacía frente a ella, moviéndose con gracia por la cocina, como si estuviese en una pista de baile. Arrastraba los pies con delicadeza y movía sus brazos de forma elegante.
La muchacha incluso la escuchó tararear una melodía familiar, alegre y llena de vida, que hasta ella había cantado antes; había memorizado aquella melodía y sabía que la llevaría consigo por toda la vida.
**
No supe si desperté en algunos momentos o no, pero me pareció ver rayos dorados atravesar el cielo, ¿o eran simplemente los rayos del sol? Ya no sabía decirlo. Los párpados me pesaban, así que me abstenía de abrirlos, sin embargo, entre las pesadillas y las fantasías, quería despertar.
Incluso en sueños se aparecía Kasen y me volvía a herir, pero esta vez, me contemplaba a mí misma desangrándome en la nieve, sin ayuda alguna y completamente sola.
Abrí los ojos lentamente, sin haber tenido alguna pesadilla, y me quedé quieta, viendo el techo. Era el techo de una cama de dosel, pero era negro —probablemente de terciopelo, ya que brillaba— y con pequeñas intrincaciones que parecían ramas o astas de algún venado, de color dorado. También tenía unas pequeñas motas brillantes que parecían tener un patrón, o simplemente estaban salpicadas de forma descuidada.
Agucé la mirada y parecía que contaba una leyenda, aunque no sabía cuál. De alguna forma, esas motas brillantes parecían alinearse y conseguí diferenciar una serie de triángulos amontonados, ¿montañas quizás?
Delante de mí, se extendía una amplia habitación que consideré irreal. Los postes de la cama eran de caoba y tenían figuras talladas: venados, zorros, lobos y liebres, pero también habían flores en ellos. Una sábana de piel me cubría, la cual agradecí, y era de color blanco como la nieve. Un pequeño sofá revestido de piel y terciopelo estaba a mi derecha, también una mesita de noche con unos libros apilados ahí.
—Duermes demasiado, ¿es un hábito humano común? —instó una voz y me sobresalté, y cuando quise sentarme, un pequeño dolor me asaltó—. ¡Eh! Tranquila, o te lastimarás.
Aleksandr apareció en el umbral que estaba en la oscuridad. ¿Por qué me seguía sorprendiendo verlo vestido de negro? Era lo único que desentonaba con la habitación pulcramente blanca.
—¿Dónde estoy? —mi voz se oyó malditamente carrasposa y seca, incluso mi garganta ardió y demandó por agua.
—Viva —contestó y se acercó por el lado izquierdo de la cama, donde había otra mesita, pero ésta contenía una jarra de cristal llena de agua y vasos de cristal también; además había una serie de vendas y hasta una pinza.
—Eso no es un lugar, sino un estado —repliqué.
—Oh, cierto. Olvido cómo funciona todo esto —se encogió de hombros y me sirvió agua.
Tenía alrededor de cuatro anillos en ambas manos. Uno de ellos tenía forma de un dragón negro de obsidiana: como si éste fuese el anillo mismo y se enrollara en su dedo. El otro parecía ser en forma de un cuervo y me recordó a los que vi en el bosque. El tercero era un anillo de sello, pero lo que hubiese en el frente, ahora ya no lo estaba: parecía como si hubiese borrado la forma o letra que una vez estuvo ahí.