Esto no lo sabía. Nunca había escuchado que hubo una última guerra antes de que el mundo mágico y mortal se separara y mantuvieran la distancia desde entonces. Ni siquiera Pasha, Mila o la abuela lo habían mencionado…
—Soy Yelena Vasileva —la chica me miró y me mostró una sonrisa animada.
—Daryana Markova.
—Lo sé. Eres un poco popular por estos lares —me señaló con la cabeza el camino y se echó a andar, conmigo pisándole los talones.
—¿Ah sí?
Yelena tenía puesto un vestido verde musgo con brillantina que llegaba casi hasta el suelo, varios brazaletes alrededor de sus manos y sus uñas eran largas y estaban bien afiladas. Sus pasos eran verdaderamente gráciles, de la misma forma en la que luchó en el bosque, y me percaté que también parecía alerta por si en algún momento alguien la atacaba.
—Oh, sí. No habíamos viajado al mundo mortal en mucho tiempo. Fue divertido.
—Tú sí sabes luchar —reconocí y Yelena se encogió de hombros ligeramente, como si aquello no fuese la gran cosa.
—No es difícil —me miró de reojo mientras nos aventurábamos hacia otro pasillo, revestido con cortinas azul marino en las ventanas, y vi la nieve cubriendo el exterior—. Además, tú tampoco estás mal. Vi cómo te defendiste antes de ser herida… Sólo te falta práctica.
Asentí y continuamos en silencio.
Debía de admitir que tenía un montón de preguntas, pero no sabía qué tan sensato sería hacerlas en este momento. Había sido herida y probablemente casi morí, y ahora, ya ni siquiera estaba en el mundo de los humanos, sino rodeada de un montón de hadas…
Iguales a mí.
Yo era como ellos también.
Era extraño verlo de esa manera, pero tampoco sentí como si fuese un gran cambio… Aunque, este lugar y estas ropas no eran a algo a lo que estuviese acostumbrada usualmente. Este lugar era enorme, por lo que asumí que no debía ser una casa, sino un palacio o algún castillo.
Nos movimos hacia adelante, y noté que había muchos cuadros más, esculturas de diseños abstractos y otros de hadas. Finalmente, llegamos a dos puertas enormes de roble, rojizas y dos guardias en armaduras las abrieron.
El comedor era enorme. Había alrededor de tres mesas largas en las que la gente estaba sentada, pero la del medio estaba enormemente vacía, a excepción de cuatro personas: a tres de ellas las reconocí con claridad, mientras que al último no.
En las otras dos mesas había un montón de hadas reunidas y comiendo un enorme festín que no creí que fuese posible ver. Había un montón de comida en cada mesa y en cada plato, tanto, que la boca se me hizo agua, pero también me hizo enojar.
Recordé cómo el año pasado, antes que el asqueroso de Kasen llegase a nuestras vidas, solíamos tener muchos problemas con la comida. Siendo sólo tres y sin papá, Isaak y yo tuvimos que arreglárnoslas para conseguir alimento a como diera lugar. Ahí fue donde tuve que aprender a cazar y a despellejar animales con mis propias manos o con cuchillos improvisados.
Mucha gente en Ushkovo, por no decir en muchos otros pueblos pobres de todo Anselaan, se moría de hambre cada invierno porque éste era cruel y brutal, despojándonos de todo. Teníamos que cuidar los pocos leños que nos quedaban para el horno…
Y esta gente aquí lo tenía básicamente todo.
Traté de no pensar en eso o se reflejaría en mi expresión, y estaba aquí de invitada nada más, así que traté de poner buena cara.
—Pensamos que ya no aparecerían —la voz de Aleksandr fue alta y casi burlona, noté la sonrisa ladina en su rostro.
Él estaba en el medio de la mesa, sentado en una silla negra de respaldo alto, con intrincaciones en formas de cuervos y dragones.
—Nos detuvimos a ver algo —contestó Yelena, de forma tranquila.
—Isaak —murmuré y mi hermanito se puso de pie, apresurándose a abrazarme y cuando sentí sus cálidos brazos alrededor mío, me sentí alegre y tranquila, a salvo de nuevo.
Me separé de él y sonrió.
—Me alegra que no hayas muerto, florecilla —dijo y aparté las lágrimas que inundaron mis ojos.
—Sí, bueno, aún tengo que hacer de tu vida un infierno —me burlé y reímos. Luego, me volteé a Aleksandr y asentí—. Gracias.
—No tienes que agradecerme cada vez que me ves —comentó, con una sonrisita burlona y noté la forma en la que sus ojos azules me escudriñaban, de forma evaluativa y… casi juré que sus ojos brillaron deteniéndose en cada parte, tomándose su tiempo—. Te ves mejor.
—Me siento mejor.
—Adelante, siéntate —me señaló el asiento frente a él—. Estoy seguro que debes de tener hambre.
Sin replicar, obedecí y tomé asiento, un poco cansada de los tacones. Frente a mí, había un plato vacío, pero alrededor, un montón de comida: gachas, avena, pasteles de miel, huevos hervidos, pato en salsa, postres en cantidades excesivas, frutas que hasta parecían desconocidas y bebidas por montones.
Vacilé al elegir algo de comer.
—Tranquila, no hay nada envenenado —dijo el chico de ojos verdes, engullendo un par de uvas.