—Vamos, se hace tarde —exclama Iván con desesperación.
—Ya vamos —le regaño.
Muevo las manos lo más rápido posible para darle los últimos toques al maquillaje de Axel. Escucho a Iván bufar y me desespero.
—Anda afuera ahora —le digo volteándolo a ver. Me hace una mueca sacándome la lengua.
—Eres un infantil —le grito cuando sale por la puerta.
—A veces pienso que soy el único maduro aquí —dice Axel y le doy un golpe leve en la cabeza.
—Está bien, me callo.
—Listo —digo orgullosa.
—Amy, cada día vas mejorando más en el maquillaje —dice Axel.
—Sí, es cierto —agrega Iván a mis espaldas y ambos lo miramos molestos.
—¿Qué?
—Vamos, se hace tarde —interrumpe Axel, adelantándose a lo que iba a decir.
—Amy, ya puse todas tus co... —se interrumpe al ver a Axel—. Am, has mejorado demasiado —dice aplaudiendo como niño pequeño.
—Gracias —canturreo.
Llegamos a la parte principal de nuestra hermosa ciudad, Clarys. Vemos a nuestro alrededor los edificios grandes, la glorieta Pairs que modula el tráfico de las ocho avenidas principales, el Gran Parque a nuestra izquierda y el comercio a nuestra derecha. Varias personas como nosotros están ocupando sus lugares para vender.
Cuando llegamos, fue una gran sorpresa ver a tanta gente ganándose el pan de cada día, mientras autos último modelo cruzan, algunos indiferentes y otros prestando atención a cada uno de nosotros.
Me subo a un árbol que está a dos metros de la orilla de la banqueta y empiezo a colocar mis cuadros. Mis hermanos se dispersan; Axel aprovecha el tráfico congestionado para hacer malabares y acrobacias, Iván, del otro lado donde está el parque, coloca su puesto de periódicos.
Reviso la hora en el reloj gigantesco del edificio más alto: 7:00 a.m. Veo a mis hermanos a lo lejos y una punzada me atraviesa el pecho. Me encantaría que pudieran encontrar buenos trabajos, pero nadie está dispuesto a contratar a tres huérfanos sin papeles ni "buena presentación". Sumado a que no tenemos estudios, aprendimos a leer y escribir gracias a doña Martha, quien estuvo detrás de nosotros para que supiéramos.
—¡Amy! —me grita Iván sacándome de mis pensamientos—. Ven, hay un desfile de turistas del otro lado, ¿puedes vender algo ahí? —me dice mientras agarra mis cuadros y empieza a ponerlos en la bicicleta.
—Oye, ni siquiera has vendido tus periódicos —le digo mientras sigo sus movimientos de tomar mis cuadros y atarlos a la bici.
—Eso no importa, vamos —dice, se sube y me hace una seña para que me suba al frente, sentada entre sus brazos.
Lo hago y empieza a pedalear. Estoy atenta para que los cuadros no se caigan, ya que traje quince para hoy. Él pedalea duro hasta llegar a la zona del Zócalo; en medio hay una fuente y alrededor una mini plaza de objetos religiosos. Noto la presencia de diez puestos ambulantes. Axel viene corriendo, trae una especie de alambrado que se sostiene solo y empiezan a colgar mis cuadros.
—Amy, iré a ayudar a Ax —me dice Iván corriendo hacia Axel para ayudarlo con sus periódicos.
Sigo colocando mis cuadros cuando unas voces llaman mi atención. Volteo y noto la presencia de una pareja alta, de tez clara pero quemados por el sol. Me hablan en inglés.
—Lo siento, no logro entender —digo avergonzada; ellos parecen comprender.
—Quieren saber el precio de tus cuadros —dice una voz a mis espaldas.
Me volteo, a unos metros está una figura masculina de la altura de mis hermanos, bien vestido, de tez morena, ojos avellana y pelo negro.
—¿Me podrías traducir? —le pido y él asiente—. Dile que cada cuadro vale $250.
Él pronuncia unas palabras que no entiendo y no me concentro en entender, pero observo a la pareja. Por su reacción, me alivio y hablan con el chico.
—Que compran todos —me traduce y me sorprendo.
La señora me toca el hombro y me extiende los $2,500. Los agarro, aún en shock. El señor saca una bolsa de su maleta, es demasiado grande, y empiezan a meter cada cuadro. Sacudo la cabeza y empiezo a ayudarles. Cuando terminan, me sonríen y se van.
—Si yo fuera tú, escondería ese dinero antes de que te lo roben —me dice el chico. Me río.
—Soy Eduardo —me dice, extendiendo la mano.
Escondo el dinero en mi bolsillo y le doy la mano.
—Soy Amanda —le sonrío—. Muchas gracias por ayudarme —le digo con sinceridad.
—¿Sabes? Necesito un regalo de aniversario y creo que tú podrías ayudarme con eso —dice, tocando el alambrado donde estaban los cuadros. Toma su celular y me muestra una fotografía—. ¿Podrías dibujar esto? —me pregunta.
Tomo el celular, logro visualizar un bosque con una cascada y guardo en mi mente cada detalle de la imagen.
—Claro —le digo sonriente.
—Perfecto —dice, saca su billetera—. Toma —me dice extendiendo un billete de $500.
—Es mucho —le digo sorprendida.
—Tu arte vale más que $250 —insiste para que tome el billete, y lo hago—. Espérame aquí, iré por una tarjeta para que puedas localizarme.
Él sale corriendo. Empiezo a acomodar mis cosas, mis sogas y mi bicicleta. Después de unos minutos asoma como si nada y me extiende una tarjeta.
—Ten, a esta dirección puedes llevarla.
—Gracias —digo mientras tomo la tarjeta.
—Tengo que irme. ¿Cuándo crees que estaría listo?
—Creo que entre hoy o mañana.
—Perfecto, nos vemos luego entonces. Si mañana te presentas, se lo puedes dejar a mi nana.
—Correcto.
Le sonrío y él me devuelve la sonrisa antes de irse.
—Licenciado Eduardo Rubio Sandoval —leo en voz baja.
Estoy por amarrar las cosas a mi bicicleta cuando un cartel pegado en la pared, a unos cinco metros de mí, capta mi atención: “Prohibido vendedores ambulantes”. Inmediatamente volteo alarmada y, a cierta distancia, visualizo la camioneta de la policía. Mi mirada choca con unos ojos color miel, él observa a su alrededor y se vuelve para decirle algo a su compañero.