Del Revés Sin Merecerlo

7. Hornos que hablan

Dos días pasaron y cada vez me sentía más incómoda con toda esta situación. Las palabras de mi abuela me despertaban de madrugada, cerca de la hora de levantarme para ir a clase z junto con un nudo opresor en el pecho. ¿Acaso alguna familia es totalmente normal y sin problemas? ¿Acaso mis padres son alienígenas de un planeta de algún lugar del espacio exterior, y mi hermano es un robot sacado de la película de ciencia ficción nada conocida? Al menos eso explicaría la ausencia de Joel Vendetta... Ese era el nombre de mi padre, era lo único que mamá había permitido que supiera, porque parte de sus objetos personales se habían subido a la buhardilla. Daba igual el enfoque que le diese, siempre terminaba con una ansiedad del tamaño de la Torre Eiffel mezclado con el hundimiento del Titanic, que tenía que afrontar a diario, tanto en casa como en clase. No ayudaban mucho las técnicas de relajación de Micaela Sullivan, la copia identica de Brooke con unos cuantos años más encima.
Aquella mañana me levanté con sed. Mas no llegué a la cocina ya que alguien aporreaba y le  susurraba a la puerta. «¿Es qué no sabe qué hora es?», acusé en mi interior.

—¿Qué quieres? —Perdón, no pude oprimir las ganas de hacer picadillo a la persona que tenía delante de mis narices pecosas.

—Llegamos tarde. Coge lo esencial y andando a mi coche, mamá hoy no trabaja pero tampoco puede llevarnos. —Su tono rancio siempre me irritaba, y más recién levantada.

Iba ridículo, te lo juro. Parecía que había cogido una camiseta dos tallas menos de la suya y los vaqueros de mi armario. ¡Todo le quedaba pequeño menos los zapatos negros de diario y los calcetines! Sí, también equivocados de color. 
Silencié a mi subconsciente burlón antes de contestar:

—Púdrete cara culo. —Cerré la puerta con brusquedad en su jepeto de niño pijo.

—Mira la hora Talia... —Su voz sonó calmada a diferencia de mi respiración (la había liado si él llevaba razón, luego lo resolvería). De forma casi robótica me lancé sobre la cama para alcanzar ver como las agujas del tic-tac que estaba sobre la mesita auxiliar del color del hueso.

¿Adivina quién corrió escaleras abajo? Yop. 
Antes de salir por la puerta obligué a Spencer a contemplar su hermoso reflejo en el espejo. 
Llegamos al instituto una hora y media tarde.

 

♠♠♠♠

 

—¿Enserio que no te molesta?

—Que va, Agus. Igualmente, ya estás en mi coche —rio tras ese comentario. Su amigo se unió a él.

A la salida de clases, Bastón de Caramelo me pidió que esperásemos unos minutos. Durante diez eternos largos minutos hasta que Agus Beltrán caminó hasta nosotros con su fragante colonia cara. Su familia podía permitiese un colegio privado en el Caribe y aquí terminó, en el culo del mundo. 
Lo poco que sé sobre estos dos es que se conocieron el primer día de curso, y seamos sinceros, donde mi queridísimo amargado repitió su último año por retar a casi todos los profesores a jugar con él al Twister en lugar de dar temario. Solo a él se le podía ocurrir tal hazaña. Mamá lo estuvo acosando durante todo el verano con el palo de la escoba. No pude reírme más, eso sí, a escondidas por si acaso también me daba a mí en el culo.

Ese día le pregunté a los dos ladrones que estaban tramando y me dijeron, casi como si fuesen dos robots sin alma: «el trabajo final de Matemáticas que nos arrancará la vida». 
Ya habíamos llegado a nuestra casa cuando se proclamaron conquistadores del salón. 
Y yo que pensaba chupar wifi jugando un rato al Monopoly en la Wii... 
No nos mandaban tarea en 4° de la ESO, qué más podía hacer sino...
Por supuesto, y como si me pagasen por ello un mísero euro, me tocó recibir a un chico algo más alto que yo y que, si me hubiesen preguntado, juraría no haber visto antes, jamás, antes de las cinco de la tarde de ese nuevo día anormal, más de lo habitual, en mi vida. Lo dejé pasar ya que preguntó por los dos sabuesos que estaban a unas horas de suspender, si no entregaban el trabajo a las seis u ocho de la tarde sería mejor que se escondieran bajo tierra hasta septiembre o, mejor dicho, hasta que a mamá se le pasaran las ganas de lanzarle la chancla a ambos. 
No sé porqué pero el desconocido tenía un aire entre Dacre Montgomery y Louis de One Direction. No soy quién para decir que me gustaba, algo palpitaba al verlo pasearse con cautela por mi casa.

—Payasa, ¿puedes venir? —Rodé los ojos, dejando de comerme la pieza de manzana.

Me acerqué al idiota de mi hermano y dibujo una sonrisa apagada, que decía de todo menos «te quiero como el agua a la sal».

—¿Nos traes algo de picar? Gracias, también te adoro, hermanita.

«Mamón engreído», pensé asintiendo.

No me percato de que unos pasos me siguen hasta la cocina, más allá de la sala de estar y la pared que separa ambas habitaciones. 
Es él, el desconocido. Sus manos están en sus bolsillos, escondidas, moviéndose por liberarse de la tela del chándal del uniforme del instituto. Ahora, desde tan cerca, podría asegurar que mide algo menos que Spencer y, por supuesto, más que yo.

—¿Nombre? ¿Cuánto mides? ¿Edad? ¿Qué haces aquí...?

Mierda. He dejado que mi mente formule preguntas innecesarias. Preguntas que me podía haber ahorrado. ¡Puñetera impulsividad sin freno de seguridad! La gracia es que mi hermano es peor que yo en versión Rambo...
Espera, que me desvío, el desconocido, sí... No se movió, me miraba con curiosidad. Mi frustración se transformó en asombro cuando dijo:




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