Del Revés Sin Merecerlo

9. Turnos extras

Durante el intercambio de clase vi varias veces a Cameron con semblante serio pero se me hizo imposible dar con él al terminarlas. «¿Dónde se ha metido Spencer? Se supone que caminamos de regreso a casa...» Maldice varias veces antes de andar por la carretera. 
Un cuerpo me apartó hacia un costado de la zona peatonal poniéndome a salvo antes de que el coche a toda velocidad me engullera como si fuera un zumo insignificante. Al echar la vista hacia arriba descubrí que había sido mi hermano. 
Se alejó dejándome con Cameron tras comprobar que no me había pasado nada más que el susto confuso. 
Bastón de Carmelo agrio se subió a su Jeep y se marchó sin mí rompiendo su compromiso con mamá y conmigo. Por suerte, el castaño no me había abandonado también.

—Talia, ¿tú hermano siempre tiene que ser tan histérico cuando se trata de ti?

Lo miré durante menos de veinticinco nanosegundos antes de negar con la cabeza y poner ojos bizcos en señal de «esa afirmación se queda tan corta sobre mi entendimiento de qué hace con su vida para ganar lo mismo que un banquero a principios de mes».

Tras eso me despedí de él con un abrazo.

Los exámenes nos iban a matar, como siguiesen apretando nuestras neuronas hasta su límite. ¡¿Desde cuándo se considera razonable que una persona en etapa escolar tenga cinco o seis pruebas estúpidas en un simple día?!
Con eso en mente reanudé el paso rápido, ahora sí que me aseguré de que no me llevasen por delante cinco veces —porque siempre son pocas— y camino hasta llegar a casa. 
Tras pasar la verja baja que nos protegía de lo que fuese que mi madre tuviese en mente cada día, no me dio tiempo a meter la llave en la cerradura, puesto que ésta acabó dándome un morreo, tal y como cuando la luz se apaga en mitad de la parte buena de la trama o cuando tu artista preferido anula el concierto dos minutos antes de que empiece alegando «asuntos personales». En este caso el responsable de mi falta de suerte fue el pelinegro de destellos rojizos. Sólo eso fue más que suficiente para cabrearme, porque, para colmo, me estaba gritando nosequé de la necesidad de cuidados el uno al otro por no saber qué pasará mañana.

Me dio igual cargar histérica contra él con lo que más le dolía en ese orgullo subnormal, que se había autoimpuesto desde que comenzó a trabajar misteriosamente en Mellueveeldinerolandia, sin razón aparente:

—¿¡¡Ahora me vienes con lo de «somos familia, Talia, te guste o no» o con lo de «la familia va primero y que le folle al resto!!? —Su cara pasmaba me instó a proseguir con—: ¿Dónde has estado cuándo te estaba esperando después de clases? ¿Dónde has estado durante tanto tiempo, Spencer?

Decirle todo aquello como un dardo tranquilizante lleno de morfina, me provocó más daño del que llegué a imaginar en su momento.

Me dolía que no se diera cuenta de todo lo que su cambio brusco de personalidad estaba haciendo en una relación fraternal tan sólida como el mineral incrustado que se niega a salir de la mina luminosa por un simple e inocente farolillo.

Me dolía tanto perder nuestra relación que cuando caminó en mi dirección no pudo contener el último alegato que lo cambió todo.

—¿Dónde está ese hermano protector y comprensivo con el que me crié? Y lo más importante, ¿por qué no lo veo por ningún lado?

Spencer dejó de moverse, cerró los ojos unos segundos que me parecieron como una bofetada doble en las mejillas sonrosadas por la ira y la vergüenza. El arrepentido haciendo ya de las suyas. Cerré yo también yo los míos para dejar de ver su maldito debate interior. ¿De verdad es tan difícil querer bien a una hermana? No lo creo. 
Una manos me rodearon. 
Abrí primero un ojo. Luego otro. Luego los volví a cerrar con fuerza para escapar de la ilustración. Seguía ahí. Anclado a mi cuerpo en un abrazo que tenía tantas emociones contenidas como el mío. «¿Qué te ha estado pasando todo este tiempo? ¿Por qué te has aislado siendo tan incallable como un loro?», pienso mientras me dejo abrazar devolviéndole su novedoso afecto después de dos años.

Ese era el hermano que recordaba.

El hermano que me enseñó a caminar porque mi madre no podía hacerlo por su profesión.

La persona a la que le dije «ma-tu» por equivocación y se rió como un loco por ello.

El inviduo terreste capaz de llegar al límite de la ironía y volver a pisar con fuerza el suelo con un regaño que de nada tenía de advertencia.

—Lo siento... —Su voz acariciaba mi pelo, rizado casi en su totalidad, con pesadez—. Lo siento tanto, payasa, que no sabes cuánto lo siento de verdad.

Se separó de mí justo después de terminar. Le brillaban los ojos sin lágrimas. Me cogió de la mano y me indicó que me sentara a su lado. Al principio, rehusé de su ofrecimiento y, al final, obedecí rezando para que ese momento de intimidad terminase sin acabar con la verdadera faceta suya que hace tiempo no veía. Él hizo lo mismo consigo mismo poco después. Dudó antes de hablar.

—Lo que dije el otro día de conspirar juntos en esa rara misión, —al ver mi cara de «habla o calla» añadió—: de la que aún no sabes mucho y te explicaré todo cuando esté preparado, era verdad. Sigo pensando en que involucrarte sigue sin gustarme ni un pelo de los escasos que no tengo en el pecho porque quiero que estés bien sobre cualquier cosa, pero esa decisión también conlleva que tienes diecisiete años, que sabes cuidarte perfectamente sin mí y que, por mí salud y la de esta familia en general, es mejor que me ayudes a revolver este jodido problema.




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