He llegado a un punto de mi vida donde los sudores fríos y las noches en vela ya forman parte de mí lastimera vida. Esa noche fue el principio de todo y el final de la comodidad en la que vivía desde que mis padres me dieron la vida.
Tenía el presentimiento de que mi futuro se iba a hacer añicos pero no sabía cómo ni cuándo. Aún no tenía ni la menor idea de cómo se iba a ir tejiendo todo lo relacionado con el tremendo lío que se iba a formar. De las tormentas que íbamos a tener que cruzar para vivir de forma decente y a salvo en un lugar tan abandonado como lo es Trasmoz. Olvidados en medio de una España tan vaciada, como las puntuaciones nulas y los penaltis que cuesta remontar en un duro partido contra las bestialidades francesas.
Spencer estaba sentado a mi lado. Esperando a que yo iniciase la conversación. Pero no quería, no sabía qué decir.
Estábamos esperando que la comida se terminara de cocinar. Nos tocaba preparar la comida de todo el día para que mamá pudiera descansar.
La mujer más trabajadora que he conocido se sentó a mí lado. Aprovechó que mi hermano se había levantado a remover las lentejas para robarle el sitio, frente a la vitrocerámica, y cogerme de las manos con toda la tranquilidad que el mundo parece haber perdido.
—Remolacha, ¿no crees que ese tal Cameron puede venir aquí algún día?
A Spencer se le cayó la cuchara de hierro al suelo, mamá lo ignoró a sabiendas que la iba a recoger y yo, con el susto en el cuerpo, mentí diciéndole que tenía que ir a trabajar por las constantes demandas que crea la Navidad y sus fiestas.
Una hora después los tres nos reunimos en la mesa.
Al estar frente a Bastón de Caramelo, me resultaba fácil ver como jugaba a hacer círculos y a apartar las legumbres de su plato. Eso, junto con su cara agria de «tengo pereza», me indicó que algo no estaba bien. Claramente, hizo acopio de mi apellido y me vengué un poquito de su estado de ánimo.
—Oye Spencer, ¿desde cuándo se te arruga tanto esa nariz? ¿Me pasas la mostaza? Gracias.
Mamá lo miró. Y él me pasó el condimento sin mucha fuerza al lanzarlo por la superficie de la mesa. Al no llegar me tuve que levantar para poder cogerlo.
—Hijo, ¿estás bien?
Él asintió y se llevó una cucharada llena a la boca. Intentaba callar bocas un rato.
Su quietud pasó a molestarme al cabo de doce minutos completos. No hice nada por respeto a nuestra madre. No tenía ganas de que mi impulsividad diera fin a la calma y diera comienzo a los castigos que mamá nunca quería ejecutar.
No le gustaba vernos encerrados en casa ni con cara de cerdo por la casa y, ojo, en la familia no tenemos nada en contra de esos pequeñas criaturas rosadas.
Así que para enviar problemas, terminé mi plato en silencio y luego lo dejé en el fregador a la misma par que el raro con ojos marrones de vetas azules y verdes hacia lo mismo. A continuación, me encaminé a mi habitación con él detrás.
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Ya habían pasado dos meses desde las explosiones y, por suerte, con ayuda de la abuela y algunos conocidos pudimos arreglar todo lo que ya no se podía reutilizar ni fabricar.
La remodelación fue completa en la mayor parte de la planta de arriba. Por tanto, nuestras costumbres tuvieron que cambiar lo que restaba de año.
En conjunto tomamos la decisión de no celebrar la Pascua. A mí me pareció justo y Spencer no se impuso. Mamá nos lo agradeció días después con una tarta de frambuesas y melocotón. Nuestra favorita. Y estaba riquísima, tanto que las noches que me costaba dormir bajaba y me comía dos trozos.
Mi teléfono móvil vibró en mi mesita de noche, al lado de mi nueva cama de 180×45 centímetros. Me tomé mi tiempo antes de leer los mensajes.
Acepté la invitación pero la posmuse para pasadas las navidades. No me apetecía mucho salir antes de que se acabase el año.
—Talia, ¿puedo pasar?
«¿Desde cuándo el hijo mayor de los Vendetta pregunta si puede poner un pie en mi guarida de Batman?» Con esa pregunta en mente lo dejé pasar. Antes de que cerrase la puerta, me percaté de que el dichoso cartelito de advertencia que colgaba de ella. Sí, el mismo que tuve que rehacer con mis manos para evitar que una rata de tamaño humano y con el pelo hasta el cuello husmease dentro.
—¿Y ahora qué? —le pregunté cuando se sentó en mi cama.
Dejé El Cuervo de Edgar Allan Poe a un lado y lo dejé hablar. Me contó que lo que ya había pasado era el principio de algo mucho mayor. Admití que me sentía confusa, que no sabía qué pensar sobre el tema. Luego, me tomé la licencia de quejarme sobre las cartas misteriosas que llegaban y que él mismo se encargaba de entregarme en mano. Era todo demasiado raro para ser verdad. Demasiado para una persona tan joven como lo éramos nosotros dos.
También le conté que Cameron me caía bien y que me había escrito. Pensé que se iba a enfadar pero, en vez de eso, me miró y dijo:
—Si te gusta, lo tendré que aceptar por mucho que quiera protegerte Remolacha de azúcar.
Le sonreí como respuesta y él lo intentó sin energías suficientes para poder completarlo.
Ahora confieso que esa noche se me hizo tranquila a su lado. Pude dormir cómodamente. No tuve pesadillas donde unos robots nos invadían y teníamos que correr y correr sin descanso. No soñé con ciudades reducidas a cenizas. Él se quedó conmigo todo el rato. Ambos nos lo agradecimos el gesto después de todo lo ya vivido esos últimos meses.