¿Sabes qué es lo que desea un adolescente el día de Navidad? Nada. En realidad no desea nada si tiene dos dedos de frente y vive como una persona normal, con sus padres teniendo un sueldo medio de 1000€ mensuales.
¿Sabes qué solíamos pedir mi hermano y yo en nuestra infancia? Amor y a papá. ¿Qué nos traían Papá Noel y los Reyes Magos? Una camiseta del mercado del pueblo de algún equipo de fútbol y un set de pijama de Las Tortugas Ninja.
En 2007, el año que todo comenzó a joderse sin una carretilla llena de oro para coger aire, mi hermano se quedó pálido al comprobar que la persona que acudió a nuestra casa era Álvaro Díaz, su jefe en la empresa de videojuegos.
Gracias a eso entendí de dónde salía el dinero pero seguía sin entender porqué tan alta cantidad. ¿Qué hacía para que le pagase tanto? ¿Se gana bien probando cachivaches? Fue la única respuesta que no conseguí.
Él mismo se presentó y trajo un postre de un restaurante familiar, cercano al centro del pueblo. Creo que era tiramisú porque recuerdo el dulzor propio de la canela, y con la excusa de que ya deberíamos haber terminado de cenar y estar cansados entró en casa para no salir afuera. El señor Díaz fue amable en todo momento pero a mí algo me decía que no era de fiar. Quizás sus pantalones deportivos con las zapatillas de correr de un blanco impecable y la camisa de vestir de igual color o, simplemente, su dentadura perfecta que decía «tengo el control de todo lo que me proponga» en lugar de «no os conozco de nada y debería irme por donde he venido».
La verdad es que al día siguiente todo eso me dio igual ya que por no dormir ni dos minutos la siesta aquella tarde acabé, ¿cambiando por mí propio pie?, en mi cama.
—Payasa despierta.
«¿Es que nadie de esta casa puede dormir ya como un bebé?», bufé con toda la indignación que fui capaz de acumular contra mi hermano.
—Me cago en toda tu raza, Bastón de Caramelo agrio—escupí con toda la maldad que mi cuerpo reunió.
Su respuesta no se hizo esperar. Se levantó del borde de la cama, puso cara de «no pienso hablarte hasta que no me pidas perdón o hasta que no se me pase» y salió de la habitación dando un portazo.
No me arrepiento del mal carácter mañanero pero sí de las formas. Pude hacerlo mejor.
Cuando me espabilé un poco, miré la hora en el teléfono móvil con la funda de Vikingos (la mejor serie según mucha gente que no me voy a molestar en mencionar), que estaba debajo de la almohada, y maldije al ver que eran las diez en punto de la mañana.
No era tan temprano como yo pensaba.
Spencer se había comportado de forma razonable y yo se la devolví sin necesidad. Si hubiese sido yo la víctima de esa escena, sería la copia exacta de mi hermano el ogro. Por una vez en mí vida, Spencer Vendetta tenía derecho a ser un limón verde.
No pensé mucho rato para empezar a ponerme el chándal y correr escaleras abajo.
—Mamá, sé que este año no nos ha dado la gana a ninguno de ir al centro a por los regalos de ese árbol de Navidad, cosa que aceptamos y no te vamos a echar el marrón encima, así que te he hecho uno de parte de los dos —le escuché decir a don Caramelo, segundos antes de entrar por la puerta del salón y tomar asiento en la mesa del comedor.
Morgan rechazó lo que fuese que fuera a darle Spencer un par de veces antes de aceptar la cajita de joyería de terciopelo azul claro que él le extendió, y yo recordé que ese nuevo trozo de metal me iba a dar dolor de cabeza los próximos años.
¿Alguien más odia la saga de Harry Potter? ¿No te parece que Voldemort es una víctima al igual que Harry? Obviando el tema, no me mates ni me juzgues por no ser capaz de ver más de noches seguidas una simple peli de la saga. No todos podemos ser tan perfectos como los chanchullos mal tejidos de los políticos, ¿cierto?
Volviendo a lo que nos acontece, mi madre abrió su regalo descubriendo que en su interior había una pulsera de plata con nuestras iniciales unidas por el símbolo del infinito y la palabra «famiglia». Era preciosa. Se me abrieron los ojos por la sorpresa y dejé que ella me acercara a ellos para un abrazo familiar.
—Es precioso pequeños —afirmó entre lágrimas.
Tropiezo con una guirnalda al colocarme detrás de mi hermano, la cual recojo del suelo y la enrollo, con la rapidez de un águila rapaz, enganchandola en la columna que separa la cocina del comedor. Ambos vamos al sofá y ponemos la televisión mientras mamá presume de su nueva joya, la misma que yo no me podría permitir pagar ni trabajando en el mejor supermercado del mundo, por llamada con mi abuela. Gracias Spencer por ser tan generoso cuando se te ocurre complacerte. No pude evitar escuchar la conversación de ambas mujeres, con la vieja costumbre de mi madre por poner el altavoz, cuando mi abuela le informó de que a ella también le habían dejado un regalo en el buzón.
No me contuve.
Miré a Spencer con toda la intención de que me mirase. Dicen que se me cayó un plato o el mismísimo celular pero la verdad es que le pellizqué hasta que el muy cabezota se quejó sin alzar demasiado la voz.
—¡Maldita sea! Ya está bien Talia. ¡¿Qué quieres?!
Señalé en la dirección de mamá.
No me entendió a la primera porque el muy idiota estaba distraído colocando las piezas del belén, en concreto al niño Jesús. A la segunda, exageré más e hice el gesto de «ah, eso era».