Del Revés Sin Merecerlo

16. La sospecha

¿Sabes qué es lo que más odiaba de tener que volver a clase en enero y que, encima, fuese un día nueve? El tráfico de estudiantes.

Todos los años en mi instituto, durante todo ese día, hacían una fiesta, la cual llamaban «El brindis anual». En ella se organizaba un día sin clases donde los alumnos debían de poner a prueba sus conocimientos y hacer lucir al centro como un lugar acogedor, educador y competente. Además, el director solía sobornar a los populares para que no hicieran nada digno de una sanción de cara a la adquisición de nuevos participantes sedientos de alimentar las arcas. Por cierto, la asistencia era obligatoria.

Vamos, lo que viene siendo una lijadora de impurezas express, con ganas de comprar votos, de toda la vida.

El Buddy High era una institución concertada y disfrutaba copiando las fiestas de bienvenida americanas. ¿Uniformes? No eran obligatorios. Y, en nombre de todos los estudiantes del mundo, ojalá que sea así hasta el fin de los tiempos. El dinero lo recaudaban con ferias de enseñanza que impartían los maestros por las tardes en días festivos, la compra del material escolar (libros, agendas, chándal del equipo, etc) —del cual corría el rumor de que lo hacían en el sótano para ahorrar— o donaciones de padres afortunados de docenas de money en efectivo.

Ese día para mí era diferente porque, en lugar de esconderme como todos los años, Roxanne me vigilaba de cerca. Y cuando digo cerca me refiero a que en cada esquina después del intercambio de clases, pre y post recreo, me la encontraba.

—Ahora que estamos solas y que nadie nos vigila, no como hace dos minutos —no sé a qué se refiere—, te voy a desvelar la maldad de tu hermano.

Intenté ignorarla pero, antes de que pudiera hacer algo y darle plantón cerca de la entrada a la cafetería, me jaló por el antebrazo y me llevó a su propia taquilla.
No había nadie alrededor y lo sé con total seguridad porque busqué en todas las salidas de emergencia posibles para no tener aquella conversación.
Allí emprendió un monólogo de cinco minutos donde me resumió todo lo que ella consideraba importante. Sus argumentos de resumían en «tu hermano es un drogadicto porque le he visto contar dinero en la puerta de tu casa antes de ir al cine», «yo no podría estar con alguien como él» o, la pregunta que haría temblar para mal a mi hermano, «¿está saliendo con alguien que yo no conozca o sepa?».

Miré por todos lados.

Nadie.

Cero.

Y yo estaba con una puta acosadora.

Una mochila roja con dibujos de rayos me dio la oportunidad al sonar el timbre del fin del horario lectivo. Sonreí sin observarla.

—¡Ey, Cameron! —Él frenó de golpe y se giró para poder plantar sus ojos en mí. Ese cosquilleo infernal volvió con él. Roxanne dio un paso atrás olvidando así nuestra conversación y su agarre.—¿Vamos a tomar algo fuera?

Hice tanto hincapié en esa última palabra que lo vi acercarse hasta nosotros con rapidez, casi tan rápido como Flash para mi gusto, y asentir con la cabeza.

Ya de espaldas y caminando hacia la salida, levanté un brazo y me despedí de la loca exnovia de Spencer.

El castaño con ojos de la suerte me preguntó por ella y le mentí afirmando que sólo me estaba pidiendo unos apuntes. Y menos mal que no siguió indagando porque, sí, todo el mundo sabe que es mayor que yo, que ha repetido curso una vez y que salió con un Vendetta, pero nadie que haya crecido en este pueblo diría que ella me pediría algo a cambio de nada.

Mi hermano tenía su fama, pero yo también tenía momentos de gloria en ese instituto. Era una marginada bastante solicitada entre las animadoras y los deportistas de gimnasia para lograr captar algo incautado de sus propiedades de la sala de profesores, eso sí, nadie se iba sin pagar.

Más o menos te puedes hacer una idea de lo que hablo, o ¿acaso nunca te han quitado el móvil en clase por jugar al Solitario y celebrarlo?

El mediodía prosiguió tranquilo y me tomé ese refresco con él —el cual me sirvió para conocerlo mejor, por cierto — hasta que, al llegar a casa, encontré todo el salón revuelto. Pensé que nos habían robado. Pensé que unos asesinos habían entrado y herido a mamá y que por eso no respondía al llamarla. Pensé que quizás Spencer... Descarté la idea del saqueo por drogas cuando recordé la conversación que mantuvimos hace unos meses. Además, él estaba sentado en el sofá y los cajones, junto con todas nuestras pertenencias, estaban en su sitio, dentro de los huecos preparados para ellos o, como el caso de la fruta o la comida, en el frigorífico y no en el suelo de la cocina.

La ansiedad que sentí en ese momento no desapareció durante horas.

—¿Qué ha pasado? ¿Por qué estás tan muerto de cara? —pregunté al sentarme a su lado.

Cero. Ahora se creía mudo.

Como no obtuve respuesta ni haciendo el gorila en medio del salón —y eso incluía en la lista hacer el amago de resbalar sobre tanto papel surcando el suelo—, cambié de táctica.

Empezar a contar para mis adentros.

1...

2...

y...

3.

Después me lancé sobre él.

Spencer se echó hacia atrás en el sofá y me volvió a dejar en la posición normal: con mis pies dejando el suelo, mis manos a los costados, mi espalda apoyada en el regazo y mirada de frustración. Puto hermano de mierda que de pequeño se empeñó a ir a clases de karate.




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