Nota de la autora:
Antes de que empieces a leer este capítulo, debo pedir perdón por no subirlo hasta hora. Perdón. En España una tormenta se ha cebado con varias ciudades como Valencia o Albacete de forma cruel y no me he sentido con ánimos ni para crear contenido ni para escribir, por tanto, he tenido el capítulo sin terminar bastantes semanas. Además, a esta tragedia he comenzado mi segundo año de carrera, por lo que tardaré un poco más en tener los capítulos listos y publicarlos por temas relacionados con actividades, clases y exámenes.
Y sí, si te lo preguntabas, estoy bien. Mi zona comarcal no ha ido afectada, a pesar de que la DANA nos quiere abrazar demasiado (no vivo en Valencia ni en Albacete ni en Barcelona, pero sí que estudio en la primera ciudad mencionada de forma remota y la he visitado a menudo a lo largo de mi vida).
Ahora sí, gracias por la comprensión y si quieres ayudar investiga cómo hacerlo y mira las redes de cualquier persona que viva en España porque #elpueblosalvaelpueblo y nos estamos comunicando entre todos (si quieres revisar directamente mi IG no hay problema es @clarissa__blackhale).
Disfruta del capítulo de hoy y gracias 🫂 ❤️🩹.
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«Talia, ¿sabes algo de tu hermano? Ya sabes, ese que prefiere alejarse de ti en lugar de andar contigo.»
«Ey, ¿y el futuro bombero de Trasmoz?»
Ese era el tipo de frases estúpidas y llenas de hormonas que tenía que aguantar cada vez que el pasillo central y amplio forrado con taquillas medio abiertas, cerradas llenas de pósters o pegatinas de bandas o maquillaje; paredes pintadas de franjas verdes y blancas y decenas de personas zumbando como moscas alrededor de todo ello.
Y no. Esa eran las menos desagradables.
—Vendetta, ¿dónde te has dejado la ortodoncia que te quitas y te pones?
—¿Qué dices, tía? No ves que es de mala educación decirle a una persona mayor que no tiene dientes ni los va a tener.
Ese era un ejemplo de las peores burlas, y todavía podían ser peor.
Por aquél entonces prefería escuchar una o dos frases y hacer oídos sordos en algún aula abierta para hacer tiempo. Después, antes de alcanzar el último curso y que toda esa gente se fuera con mi hermano —o sin él— a la universidad, me dedicaba a rodar los ojos, sacar algo de burla muda y enseñar bien en alto el dedo medio de una de mis manos.
Cuando pasaba algún profesor, me llevaba la mano culpable al moño deshecho e interpretaba el papel de mi vida para librarme de ir a dirección.
—Perdone, señor Huevo, digo, señor Torreta, estaba admirando la belleza del último cartel que están colgando sobre Matemáticas encima de su cabeza. —¿Qué? ¿Acaso tú no has hecho cualquier cosa por hacer que no se note que tu procesamiento neuronal corría más rápido que tus propios actos?— ¿Ha corregido los exámenes de la semana pasada con traje nuevo? Le queda de maravilla. Una obra maestra.
Todo por evitar ir a la jefatura de estudios y esperar durante horas en una silla incómoda, que te deja sin culo, para que me digan que me puedo marchar y volver otro día. Como es de esperar en una persona lista, no vuelvo, pero tampoco ellos se acordaban de llamarme nunca así que...
—Cameron Martínez, ¿puedo hablar con usted? —preguntó el profesor en su lugar.
Fue entonces cuando el nombrado pasó por delante de mí. Mi hermano iba detrás de él y se paró, sorprendido, a mí lado.
El timbre del final había llegado a nuestro horario escolar. Tocaba volver a casa.
En cuanto al castaño de ojos esmeralda de cejas pobladas, no lograba desprogramar mi mente con las palabras de mi nonna: «Ese chico no es de fiar. Te la va a jugar, ya lo verás.»
Lo peor fue ver cómo se acercaba en una furgoneta blanca y que, al pasar enfrente de mis ojos, vi que tenía el logo de los guardias forestales de Zaragoza, provocaba que algo en mi interior, llámalo imprudencias o ilusiones rutinarias de conocer a una persona un poco más, se marcharon con él. Antes de subirse en el vehículo, me sonrió como quién pide disculpas después de romper la vajilla más cara de la casa y salir corriendo para evitar el castigo. No había confianza genuina en esa cara. Era distinto. Más bien se asemejaba a la tristeza.
—¡Ya estoy en casa!— Avisé al entrar en casa y des alzarme. El abrigo tampoco lo necesitaba. Allí estaba colgado desde diciembre. Lo cogí y lo subí a mi habitación para guardarlo en su funda del armario. Después, volví a bajar para hacerme la merienda: un sándwich triple de mermelada de arándanos y chocolate. Ñam, ñam.
La casa estaba demasiado tranquila.
No había nadie para ser las cinco de la tarde.
—¿Mamá has visto mi cartera y la carpeta de la inscripción de presentación para la universidad? —No te imaginas como me alegro de que me llamase «mamá» sin verme ni oírme.
Salí pitando, casi casi como una fecha, para darle un abrazo y se lo acabé dando a la pared.
—Ayyyy... Veo pajaritos del revés
Pasos.
Agradecí estar acostada en una postura idéntica a las que hacen las estrellas de mar, cuando les prohíbes seguir chupando el cristal de la pecera —por cierto, ni una te atrevas a robar. Te vigilo, que están en peligro de extinción—, en la moqueta del pasillo entre el despacho (sin tocar) de mi padre ausente y el lateral de la escalera improvisada para una obra que nunca se empezó y mucho menos se terminó.