Emilia no tenía por qué sufrir aquello, esa tortura de cada noche que siempre ignoraba. Ella sabía que el monstruo siempre estaba a su lado, pero prefería siempre omitir su presencia, no pensar en él, verlo como si estuviera lejos aunque anduviera cerca, a su lado, o peor, tomándole de la mano. El monstruo conocía bien sus miedos, sabía como hacerla sentir miserable, y era consciente, de que él disfrutaba con sus sufrimientos. Siempre rondando como buitre, buscando el ángulo perfecto para ver la cara de miedo de Emilia.
Ella no tenía por qué sufrir aquello, esa tortura de cada noche que le insufla el terror hasta los tuetanos en mitad de su gélida habitación.
Pero, con nueve años, ¿quién puede enfrentar a un monstruo? Le es imposible enfrentarlo, y ni hablemos de escapar.
Cada que lo veía, que lo sentía, ahí, al lado de su cama, una agonía inmoderada la oprimía: ¡Oh cuán grandes sus garras, llenas de mugre! ¡Cuán grandes sus ojos, llenos de mal! ¡Cuán grandes sus colmillos, siempre bruñidos en sangre!
Y cada halloween, consciente de los terrores de Emilia, ataca con furia.
En esta ocasión en especial, algo parecía haber cambiado, como si el gato ya se hubiera decidido a dejar de jugar con su presa y por fin comérsela, darle un bocado… con aquella boca de dientes y lengua putrefactos.
¿Cuántas veces pidió ayuda a papá y este no intervino?
¿Cuántas veces lo contó a sus profesoras?
¿Cuántas veces sus amigas lo tomaron como un relato de terror divertido?
¿Cuántas veces tuvo que callarse ante el categórico diagnóstico de «terrores nocturnos»?
Nadie le creía.
Papi ya no respondía, se había ido. Y mamá, solo le decía, «enfréntalo». Pero ella conoce al monstruo más que nadie, tiene grabados en su memoria los hálitos húmedos y calientes, su gran envergadura, también la fuerza, la presencia ominosa. Es una existencia totalmente aparte a la humana. ¿Cómo piensa papá que Emilia irá contra semejante ser herético?
Aunque, ¿qué le extrañaba? Nadie parece poder ver ni sentir aquel engendro.
Llegó un punto donde las ojeras hacían que las personas se preocupasen o se molestasen con ella; duerme intermitente por el día y mantiene la vigilia de noche, algo insalubre para cualquier infante
La verdad sea dicha: no teme a las sombras realmente, ni un poco, mucho menos a la noche. Solo teme a esa cosa que la hostiga llegadas las penumbras en las horas del sueño, el cómo se esconde entre los oscuros para acecharla.
Cada que esa cosa se hace presente se encierra donde sea que esté, huye del lugar desde las salidas de su mente, dejando que los delirios tomen el control y omitan la realidad.
Hoy debería ser igual.
Su madre ya estaba dormida, y ella tenía sed. Con el cansancio pensándole en la nuca, cabizbaja, fue, bajó las escaleras hasta la cocina. Cuidó de prender todas las luces al estar en la sala, y mientras tomaba agua con la puerta de la nevera abierta, allí parada, terminando de pasar el trago helado, advirtió ESA execrable energía diseminándose por toda la maldita casa.
Cada rincón de su joven cuerpo tembló del más abominable pavor.
Su respiración escaló hasta el sobrealiento. Su pequeño y acongojado corazón amenazaba con explotar dentro de su pecho. Adrenalina fue inoculada a su torrente sanguíneo de modo violento.
EL MONSTRUO ESTÁ AHÍ.
Cerró la nevera de un manotazo, y sin detener sus cortas zancadas, apagó la luz de la sala. los presurosos piecitos descalzos impulsados por un miedo espantoso la llevaron a toda prisa hacia el segundo piso, apagando de paso las luces de las escaleras.
—¡VEN AQUÍ, COBARDE!
No era la primera vez que escuchaba la voz gutural de aquel esperpento, aunque era escueto y rara vez decía algo. No importaba de cualquier modo, dijera o no hablara, no debería influir en su huída.
Entonces…
¿Por qué ahora detiene sus pies al final de las escaleras? Ella tiene mucho miedo. El terror le carcome el juicio, cruje los dientes de la tembladera, y las lágrimas crean riachuelos encima de sus tiernos mofletes sonrojados, marcando su más profundo dolor por toda la redondez de su rostro.
Llora. Gimotea y llora como lo que es: una débil niña pequeña.
Emilia no tenía por qué sufrir aquello…
Se dio la vuelta y encaró a la oscuridad que ascendía a rabiar por las escaleras.
Sus estertores agónicos se convirtieron en jadeos anhelantes, añorando una cosa, teniendo delante a lo que puede ella nombrar como una de las formas físicas de la muerte…
El rostro se le contorsiona, no mostrando decencia alguna, transparentando exacerbación, cólera, todo a forma de lágrimas, mocos, y un ceño fruncido.
Un pulso…
Un fuerte pulso…
Un acúfeno…
Un chillido repugnante dentro del oído…
Una fuerte energía…
Un desprendimiento…
Inopinadamente, Emilia se alejó de su cuerpo. Toda esa emoción, esa ira, esa tensión, esas ganas de asesinar, no eran infantiles. Su alma no podía albergar tales cosas, no podría soportar nada de aquello, por lo que se vio forzada a desvencijarse de su cuerpo para poder librarse de tan pesada carga.