Saroside,
Norte de Teutogram,
El polvo rojo del coliseo se alzaba en nubes densas, densas como recuerdos de sangre coagulada, y cada grano se aferraba a las escamas pálidas del esclavo albino que aguardaba en el centro de la arena. Dos soles gemelos —Zarakh el ígneo y Velkha la inclemente— colgaban sobre el cielo enfermizo, calcinando la cúpula de vidrio translúcido que cubría el circo de los Amengi. Allí, donde los espectadores bebían néctares lumínicos y apostaban con gemas de antimateria, la vida de un Yautja no valía más que el rugido de la multitud.
Kaiil Shevathor mantenía la cabeza erguida a pesar del yugo metálico que le estrangulaba la clavícula. Su piel, blanca como el marfil corroído por ácido, era una anomalía genética que los Amengi consideraban exótica; habían pagado fortunas por aquel ejemplar raro, creyendo que un guerrero albino distraería al público mejor que cualquier bestia quimérica. No comprendían —ni podrían comprender jamás— que en ese silencio meditabundo latía la furia intacta de una raza entera.
Una sirena polifónica retumbó desde las gradas superiores, ordenando el inicio del juego. Las compuertas hidráulicas se abrieron con un siseo hiato y dos criaturas saurias emergieron arrastrando cadenas. Ojos repletos de voracidad, garras que destellaban bajo la luz irritante. Los Amengi los habían criado para matar rápido, para satisfacer un apetito que no era suyo sino del Imperio espectador. Pero Shevathor no dio un solo paso atrás; simplemente flexionó las piernas y dejó que el dolor circulara, como si el sufrimiento fuese un metal fundido que reforzaba sus huesos.
Recordó entonces la primera noche de cautiverio, siglos atrás. Recordó el látigo de corrientes fásicas y el símbolo ígneo estampado en sus hombreras: un halcón bicéfalo devorando un planeta. Recordó, sobre todo, las palabras susurradas por el viejo chamán Yautja antes de morir en aquella celda estéril: «Las cadenas son lecciones talladas con sangre: nunca olvides cuál es el sonido de tu rugido auténtico».
El público aguardaba el festín. Los saurios avanzaron en círculo, dejando surcos en el predio. Kaiil cerró los ojos por un instante; al abrirlos, pulsó sutilmente el cartucho de gravitones oculto en el interior de su bracer oxidado. Era un artefacto diminuto, casi sin energía después de mil combates, pero bastaba para un destello de velocidad. Lo había arrancado al rebelde Mor'Khah, un prisionero que murió suplicando venganza. «Vive por mí», le había dicho. Kaiil Shevathor aún llevaba aquellas palabras como cicatriz.
El bracer cobró vida con un zumbido. El mundo se ralentizó. El primer saurio arremetió con sus mandíbulas espasmódicas, pero Kaiil giró a un costado, clavó los dedos en la órbita ósea y, aprovechando la propia inercia del monstruo, quebró el cuello en un crujido seco. El segundo se abalanzó desde la retaguardia; el Yautja rodó bajo el lomo espinado, arrancó un colmillo de su hermano agonizante y, con la misma pieza ósea, atravesó la base craneal de la criatura restante.
Cuando el tiempo volvió a su flujo natural, los espectadores apenas empezaban a gritar. Algunos aplaudían frenéticos; otros, decepcionados por la brevedad, exigían más sangre y una extención más amplia en los combates. Pero Shevathor no escuchaba. En su mente, el eco de un chamán se mezclaba con los latidos de Ra’Kha, un hermano de clan que había perecido a manos de los Amengi. Cada latido decía: «Recuerda».
De pronto, el cielo artificial se oscureció. Una sombra gigantesca —una barcaza orbital con forma de quilla invertida— se posicionó sobre el coliseo. Era la Nave Insignia de la Matriarca Amengi, llamada Ki’thol Veyrun. Aquel arribo no estaba previsto en los juegos habituales. Los nobles se pusieron en pie. Una voz amplificadora, fría como un ocaso sin estrellas, retumbó en la bóveda:
—Exhibición concluida. Traed al albino a la cámara de deliberación.
Las custodias robóticas descendieron en columnas de luz espectral. Engancharon nuevas cadenas a los grilletes de Kaiil y lo obligaron a caminar. El Yautja no opuso resistencia; sus ojos, de un amarillo profundo, escrutaban las pasarelas metálicas, memorizaban puertas, contaban pasos. Todo era información, todo era arma futura. Cada latido seguía repitiendo: «Recuerda».
Mientras ascendía a la cúspide de la arena, Kaiil sintió por primera vez el presagio de que aquella jornada no terminaría como las anteriores. Bajo el peso de los soles gemelos, la sangre de los saurios se ennegrecía en la arena, formando símbolos involuntarios: espirales que evocaban historias antiguas de cacerías allá, en las selvas nubladas de ese mundo natal que aún no existía con nombre propio. Yautja Prime, sería forjado de las cenizas, pero primero debía correr ríos de sangre.
La puerta hermética se cerró detrás de él. El pasillo era angosto, iluminado por lámparas azules que devoraban sombras. Allí, en la penumbra rítmica de motores, un susurro metálico se filtró desde los ductos de ventilación, como si la estructura entera murmurara contra el yugo de sus dueños. Una lengüeta de aire cálido rozó el oído del Hish'qu'Ten y llevó consigo una palabra en una lengua desconocida que sin embargo comprendió: «Libérate».
En ese instante supo que la arena había sido solo un preludio. Que las cadenas eran un ensayo para la tempestad que se erguía más allá de los muros. Y supo, también, que dentro de la cámara de deliberación le aguardaba la Matriarca, engalanada con su peineta de tentáculos plateados, dispuesta a tratar al esclavo como una posesión singular. Ignoraba— aquella pobre insensata—que estaba a punto de encender la chispa de su propia extinción.
Kaiil Shevathor flexionó los dedos, sintió la sangre ajena endurecerse en sus garras. El bracer agotado aún vibraba como un corazón mecánico, presto a brindar un último estallido. Dio un paso. Luego otro. Cada huella sonó a trueno contenido. Y en lo más profundo de su pecho, el rugido latente aguardaba el momento exacto de romper las jaulas del cosmos.