Derritiéndome por ti

3

Estaba feliz por ser parte del equipo, pero tampoco podía dejar de sentirme tan nervioso y ansioso por el mismo tema. ¿Habrá sido buena idea hacerlo? Esperaba y deseaba que fuese así, pero tal vez Emma tenía razón, esos chicos no daban buena espina. Pero, ¡vamos! Estamos en la universidad, el 90% somos mayores de edad, demasiado grandes para tonterías como esa. No sufrí de acoso en el colegio, mucho menos aquí. ¿Qué tanto puede pasar?

—¡Vamos a almorzar, muero de hambre! —exigió Emma.

—Solo salgo de aquí si es pollo frito con papitas y harta salsa BBQ, menos de eso no acepto —se quejó Gustavo.

—No seas así, Gus —replicó ella con pucheros.

A medias los escuchaba, sus interminables quejas me hubiesen causado mucha gracia de no ser porque, a cierta distancia, estaba aquel grupito de amigos riéndose de lo lindo. ¿El problema? Habían notado mi presencia, siendo ahora su blanco perfecto de risas.

—¡A ver, tarado! —exclamó Emma interponiéndose—. ¿Qué bicho te picó?

—¿De qué o qué? —indagué sobresaltado.

—Estás lelo mirando lejos desde antes de ayer, hasta yo lo noto —comentó Gustavo—, ¿qué pasó?

—¿Y desde cuando dices más de tres frases? —repliqué mirándolo ceñudo.

—Soy flojo, pero chismoso, así que escúpelo —exigió también, esta vez con más interés del que hubiese preferido.

Sus intensas miradas centradas en mí no dieron cabida para huir, debía hablar o soportar a Emma todo el día. Gustavo no era problema, ventaja de que sea tan flojo. Y después de un eterno suspiro, conté todo lo sucedido el día de la prueba, sin contar que cada vez que los veía por ahí significaba recibir miradas amenazantes constantes. No, eso me lo guardaba para mí, en especial estando a solo unos metros de distancia.

—¿Te lo dije o no? Esos tipos no me dan nadita de buena vibra, pero no, al baboso le gusta la adrenalina —se quejaba sin cesar—. ¿Aún crees que exagero?

—Bueno, mientras no pasen de ahí creo que hay mucho escándalo por eso —opinó Gustavo ganándose una patada de Emma—. Digo, está bien mamón el asunto. ¿Qué harás?

Por un segundo logré olvidar el problema, la interacción de esos dos era entre tierna y divertida. Sin embargo, por más que cayera bien el Gustavo, me daría la razón al pensar que el amor es una trampa. Ahí estaba él, ultra embobado y haciendo caso a todo lo que ella decía solo por complacerla y de paso, llevarme la contraria.

Muchas veces lo hice, no por amor, sino porque es mi mejor amiga y quiero verla feliz. Pero siempre me daba el privilegio de poder decirle, ¡no, ve a joder a otro lado! Diferente de él, que no sabía negarle nada en un vano intento por conquistarla. Sonará mal, pero creo que eso terminará peor de lo que se ve.

—¡Salte! —exigió ella.

—¿Qué? —exclamé volviendo a mis sentidos—. ¿De qué me volví a perder?

—Otras dos patadas en mi pobre pierna —se quejó Gustavo sobando sus extremidades.

—Que te salgas de esa vaina, fácil y sencillo —volvió a decir ella.

—¿Es en serio? ¿Si recuerdas lo que dijo la secretaria? Descuento, señora, pagaré literalmente la mitad de la matrícula —expliqué a detalle.

—¿Tanto descuentan? —exclamó Gustavo con sorpresa, al parecer sopesando las opciones—. ¿Qué otros proyectos extracurriculares hay?

Esta vez el asombro se dibujaba en sus rostros, al parecer el desinterés por todo esto era más del que imaginé. ¿De verdad eran mis amigos?

—¡Nah, mucho esfuerzo! —concluyó.

—Sí, gracias por su atención.

—¿Quiénes son? —indagó Emma con seriedad—. Hay que conocer al enemigo, sino puedes contra él, únetele.

Tanto Gustavo como yo la observábamos con cautela, sin saber exactamente a qué se refería con ese dicho. Sin embargo, no puede hacer más que señalar con la mirada ese mismo espacio ocupado por ellos, los atarbanes del equipo de baloncesto.

—¡Esta universidad es más pequeña de lo que imaginé! —expresó ella con un suspiro de frustración—. Solo ignóralo, si no quiere tener problemas no molestará, así que de momento puedes estar tranquilo. O eso espero.

Ahora los extrañados éramos Gustavo y yo. ¿A quién se refería y cómo es que hablaba con tanta certeza de alguien que solo yo había visto un par de veces?

—¿Cómo dices que dijiste? —exclamé.

—El gigantón de cabello largo se llama Edgar, es ayudante del profesor en mi clase de deporte formativo —explicó con fastidio—. Es todo un idiota, pero por lo que escuché en uno de sus muy regulares regaños, tiene varias anotaciones disciplinarias por dárselas de fuckboy con todo su grupito y supongo son ellos mismos. Así que, ignóralo. A palabras necias, oídos sordos.

—¿Es el día internacional de los dichos o algo? —bromeó Gustavo.

Por inercia, los tres miramos en esa dirección al tiempo, ganándonos una de las más frías miradas por parte del susodicho. ¿Qué le había hecho para que me odiara así tan de repente?

—Vaya, doña consejos, trataré —me burlé, tratando de bajar la tensión con el tema—. Esperemos que de verdad funcione con estos, sino...




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