Derritiéndome por ti

11

—Bien, hijos míos —expresó el entrenador con divertida malicia—, hoy reforzaremos defensa, así que prepárense para morir.

Con un suspiro, nos preparamos para sufrir de verdad. Con el entrenador aquellas palabras no eran chiste, eran la pura y dura realidad. Y no solo eso, tal vez por aquella escena con Fernando, Marcos se ausentó esa práctica. Esperaba, de cierta forma no emocional por supuesto, equivocarme en esa suposición, pero, ¿no era demasiada coincidencia?

—Empiecen a estirar esos músculos, niños, no queremos calambres ni excusas vagas para no participar —reprochó a gritos.

Por más que estuve pendiente de la entrada a las canchas, cosa que ni yo entendía la razón, él nunca llegó. Y sé que esa fue la razón para que todo se desatara, así que por primera vez quise casi con desesperación que se apareciera. ¿A que me refiero?

—Cuidado, nena —se burló Edgar luego de hacerme tropezar—, no vayas a dañarte la manicura.

A eso, el desastre inminente.

«El beta alfa, en remplazo de su amo Alfa dominante, se ve en la obligación de tomar todo el peso de su papel dentro de la manada. El antes mencionado beta enemigo, se había convertido ahora, a sus salvajes ojos, un exquisito y dulce omega, fácil de vencer y de dominar».

Las miradas desafiantes y cargadas de odio seguían, e incluso podía arriesgarme a decir que empeoraban con el paso de los días. Y no entendía la razón, ¿será que de verdad había hecho algo para merecer su desprecio? ¿O será que era un caso similar como el de Marcos? Deseaba que no, pero el mundo es un lugar bastante misterioso y problemático.

El entrenador no sospechó en absoluto, los muy malditos se calcularon toda la escena para poder salirse con la suya igual que antes. Esperaban cada vez que este se distraía o el balón estaba lejos de mí, no se atrevían a tumbarme directo al suelo, pero sí me golpeaban y tropezaban cada que les daba la gana. Lo peor de todo era que, como no era tan evidente, el entrenador no les decía nada. Tal pareció que su reciente buen comportamiento le generó confianza, una que no me convenía en absoluto.

—¿Empezamos de nuevo o de verdad tienes dos pies izquierdos, Andrés? —replicó el entrenador viéndome levantarme.

Sí, una vez más me habían hecho zancadilla y salieron corriendo, tan infantil como niños de ocho años. Lo peor, ya no estaban cerca de mí en el momento en que el entrenador miró en esa dirección. ¿Qué más planeado que eso?

—No estamos ni cerca, entrenador, ya no somos nosotros —contestó Edgar, estratégicamente ubicado casi al otro extremo de mi posición.

—Más les vale, los vigilaré —dijo, mirándolos y señalándolos con efusividad.

¿Hablar yo? Si sus miradas amenazantes no se hubiesen colado en mi cerebro en ese instante, hubiese incluso cantado mi desgracia al profesor. Pero pasó, y créanme, preferí vivir ese día.

—Pilas pues, Edgar vas diez puntos abajo —volvió a replicar el entrenador—. ¿Qué pasa, mijo? ¿Empezamos de cero, o qué?

—No señor —contestó, apretando la mandíbula y mirando con furia adivinen a quien, este pechito.

—Arranca, para ya se hace tarde —exigió.

El partido de muerte continuó, la pelota estaba de nuestro lado y por primera vez deseaba que no me notaran. Pero claro, el diablo habría de estar del lado de ellos porque fue lo primero que hicieron.

La pelota cayó en mis manos, por desgracia, y como estaba el entrenador pendiente de mis movimientos a punto de regañarme, preferí actuar.

—A la de Dios —susurré.

Con un suave redoble avancé con cuidado, mirando en todas direcciones y analizando mis posibles movimientos. Mis compañeros estaban lejos para pasar la pelota, cualquier intento que hiciese podía ser intervenido por ellos y no era la idea.

¿Qué opción quedaba? Suicidio.

Amagué una vez más, aprovechando que todos tenían la atención en mí, traté de correr con el balón hacia mi derecha viendo como todos siguieron mis pasos con rapidez. Sin embargo, hice un giro digno de ballet y me escabullí por un espacio libre que habían dejado en sentido contrario. Me escapé, corrí y lancé el balón antes que me alcanzaran.

¡Canasta!

—Alguien está despertando —celebró el entrenador—. ¡Sigue así, joder, y espero que los demás se pongan las mismas pilas! ¿Escuchaste, Edgar?

—Sí señor —contestó él.

Sin embargo, para nadie pasó desapercibido la ira que respiró en ese justo instante. Incluso, sin exagerar, pude notar con gran facilidad varias venas en su cabeza palpitar casi a punto de estallar. ¡Era hombre muerto!

—¡A correr! —gritó el entrenador y el silbato sonó.

Esta vez la pelota estaba de su lado, pero dadas las circunstancias no hice nada para quitarla de sus manos, salvo ir tras ellos como si lo estuviese intentando. Antonio tenía la pelota, iba caminando con ella en redobles y mirando a su alrededor, tras de mí estaban tres de ellos y Edgar justo en frente mío tapándome, como si quisiera marcarme y evitar que hiciese algo.

—¡Muy bien jugado, mariquita, solo espero no te quejes después cuando tú mismo me buscas! —replicó en voz baja.




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