Derritiéndome por ti

18

—¿Ahora que mierdas pasa? ¡Edgar! —gritó el entrenador molesto.

—Fue un accidente, se pegó mucho a mi cuando salté —se excusó tratando de mitigar sus risas.

—Te lo advierto, Edgar, no le quieres hacer compañía a Marcos, ¿o sí? —le amenazó—. ¡Andrés! ¿Qué putas, mijo?

Todas las miradas se centraron en mí, mientras me dedicaba a seguir limpiando la sangre que brotaba de mi labio. Esperaban una respuesta, quien sabe, tal vez era mi oportunidad de hacer algo, pero la rabia dentro de mí fue aplacada más por la fuerte punzada de dolor que me apretaba el corazón. No lo pensé, solo salió.

—Me pegué mucho, fue un accidente —dije con cierta indiferencia.

—Los vigilaré igual —expresó señalándolos en advertencia.

Todos quedaron igual de sorprendidos, ellos mirándome con sonrisas burlonas y sorprendidas, mientras los demás tenían expresiones de desconcierto como si hubiese pasado algo insólito. Tal vez así fue, pero no lo sopesé, solo dejaba que mi rabia y mi estupidez tomaran el control.

Me recriminé, me maldije una y otra vez, y me lamenté también por todos los planes que me había imaginado con él. Pero no, ya estaba seguro que nada fue verdad. De lo contrario, ¿por qué seguía dejando que esto pasara? ¿Tanta vergüenza la deba que no podía siquiera decir algo para defenderme? Fui un idiota, y me sentí el más imbécil de todos.

—Esto me lo merezco por ingenuo —murmuré para mí mismo, suspirando y tragándome el nudo que empezaba a crecer en mi garganta.

En lo que restaba de partido no miré más allá de mis narices y el balón, esquivando a los animales del otro equipo y encestando. Por primera vez mi rabia sobrepasaba limites, el sentirme engañado a ese nivel destruyó la poquita fe que me quedaba en ellos y todo me empezaba valer mierda.

—Una más invicto, mi Andresito, pero igual ve a la enfermería —exigió con un gruñido de frustración—, me preocupas a veces, en serio.

Asentí, no sentía ganas de nada más que morir ahí mismo si era posible.

—Y espero que las águilas de la UNAB sigan igual, invictos, se acercan los torneos, mijitos, este año iremos y ganaremos —celebró y los aplausos resonaron—. Necesito, para lograr eso, que todos ustedes partida de niñitas de primaria se pongan las pilas. ¿Estamos?

—Sí, señor

—Los estoy vigilando, si cierto niñato insufrible sigue como pendejo le quitaré el puesto de capitán —anunció y eso sí me asustó—, así que, si quieren ser su remplazo, compórtense como se debe y jueguen, necesitamos un brazo de oro liderando el equipo. Ya pueden irse, quiero descansar de ustedes por hoy.

—¡Mierda! —susurré, sintiendo el peso de sus miradas sobre mí.

Tomé mis cosas y me encaminé a la enfermería, no miré a nadie ni me interesó hacerlo en ese momento. Durante todo el trayecto me atenazó el recuerdo de su expresión al verme sangrando, todo culpas y frustración, pero sin inmutarse de ninguna forma.

Llegué y la oscuridad de la enfermería me sacó de mis pensamientos, al parecer no estaba en el momento y no pensaba irme de allí hasta no asegurarme de tener las duchas a solas. Sí, regresaría a esos días de salidas tarde para no toparme con ellos, pero así era la vida y ese era el nuevo giro del destino.

Un paso adelante, dos atrás.

No tenía seguro, lo que me indicaba que podía estar muy cerca de allí. Entré y encendí las luces, desde allí podía ver por la ventana todo el panorama de las cachas y la salida de las duchas. Por esta, iban entrando ellos abrazando a Marcos y celebrando con él. Se veía incomodo, y miraba en todas direcciones buscando algo.

—No volverás a encontrarme, te lo aseguro —me dije.

Y por un segundo, su mirada se dirigió hasta esa ventana. Sabía que desde esa distancia y dado el reflejo de la luz sobre el vidrio, no podía verme o estar seguro de estar yo ahí. Su expresión era dolida, y eso me dio aún más rabia. ¿Por qué iba a estarlo él? No era su labio el que sangraba, no era a él a quien le caían cuatro mastodontes en cada partido, no era él quien se había ilusionado con sus besos y ahora se lamentaba el haber caído como idiota.

No lo comprendí, porque no era él quien se había enamorado.

—No… no seas más idiota de lo que ya eres —susurré sintiendo mi voz quebrarse—, solo te vio la cara.

Respiré suave y pausadamente, inhalando y exhalando con los ojos cerrados con fuerza. El nudo de en mi garganta no hacía más que aumentar, aprisionarme el pecho, asfixiarme y llenarme los ojos de estúpidas lágrimas.

—No lo hagas… —me reñí, dejando salir un sollozo ahogado— no le des gusto, no duele, solo te da rabia.

—¿Andrés, cielo, eres tú? —preguntó con su voz suave.

—Señora Clara —le saludé, limpiando mis ojos con rapidez—, ¿cómo le ha ido? Espero me haya extrañado.

—Cielo, ¿qué pasó? —se acercó a mí tan maternal como siempre.

—Nada, lo de siempre —contesté, sintiendo arder mis ojos—, soy un idiota.

¿Cómo explicarías que fuiste tan ingenuo como para creer que tu bully cambiaría de un día a otro, y que, además, podría convencer al resto de su grupo de atarbanes en dejar de intimidarte? ¿Cómo decir todo ello sin quedar más en ridículo? Estando en octubre y con el evento de Halloween de la universidad tan cerca, no era necesario comprar o hacerme un disfraz, la cara de payaso ya la tenía bien puesta, porque así quedé al dejarme llevar por Marcos y su maldita perfecta sonrisa.




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