Derritiéndome por ti

22

El corazón y la adrenalina se me dispararon a niveles exorbitantes, y el miedo se instauró en mi pecho con un fuerte golpe. Fernando me había besado en los labios justo bajo la atenta mirada de muchos, en especial, la de Marcos. Pero, ¿por qué? No me entendí en ese momento, no comprendí porque ese sentimiento de culpa y tristeza. Esperaba atribuirlo al alcohol, a mi deplorable estado de ebriedad y falta de control, pero seguía un poco consciente de lo que hacía y pensaba, no estaba del todo desconectado de la realidad.

¿Entonces?

En el fondo solo podía aceptar que significaba una sola cosa, tenía miedo a ganarme el rencor de Marcos al creerse traicionado por mí, de perder la única oportunidad de solucionar todo ese desastre, si es que llegó a existir tal cosa. Pero, ¿quién traicionó a quien en realidad? Peor todavía, ¿de verdad se podía considerar de ese modo aún sin tener nada oficial entre nosotros? En teoría era soltero, Fernando también lo era, no tenía compromisos con nadie, así que podía besar a quien se me diera la gana, ¿no?

Era estúpido, toda esa situación lo fue y yo también lo era, como siempre.

—Un espectáculo se compensa con otro —mencionó Fernando, con su amplia sonrisa de triunfo adornando unas mejillas sonrosadas y la malicia brillando en sus ojos.

Dio un último y pequeño beso en mis labios, mordiendo este mismo con suavidad y soltando una muy alegre risa.

—¡Se casaron ya, se casaron ya, los maricones! —se burlaron en medio de una cancioncilla el grupo de atarbanes.

Tanto Edgar como los demás se reían a carcajadas, cantando una y otra vez aquella estrofa tan ordinaria como ellos mismos. Todos menos Marcos, quien se veía tan indignado que podía sentir y palpar su furia desde allí. Sus ojos estaban fijos en los míos, indagando y reclamando lo que vio, luego los desvió a mi mano siendo tomada con cariño por Fernando enarcando una ceja, perplejo.

—¡La envidia los corroe! —gritó Fernando en su dirección, siendo abucheado por todos ellos, aunque el mensaje haya tenido otro destinatario.

Desvié, por mi propia salud mental, mi atención de él mientras regresábamos a nuestra mesa. Todos en mi grupo estaban molestos, al parecer mi serenata no les dio tanta gracia como a mí en su momento.

—Bueno, no puedo quejarme porque chisme tuvimos de sobra —expresó Gustavo—, pero, Andresito mío, ¿era necesario meter a Marcos en la canción? ¿Cuál era la necesidad de hacerlo tan obvio?

—¡No lo metí! —vociferé—. Ustedes mal interpretaron que es diferente, en mi cabeza así era la letra de la canción.

—Pues tu cabeza está más que mal, idiota —replicó Emma, levantándose y dándome un zape en la frente.

—Pasito, niña —le riñó Fernando acariciando el colorado que empezaba a salir—, si ya está menso lo dejarás más pendejo con golpes.

—Pero…

—¡Con permiso!

Iba a replicar largo y tendido, el golpe había sido doloroso y ese par no hacía más que burlarse. Sin embargo, me vi interrumpido por un leve empujón en mi espalda. Más que tropezar, Marcos me había rosado el cuello con sus frías manos mientras pasaba por detrás de mi asiento, así mismo empujó a Fernando con más fuerza que a mí. ¡Tan infantil!

—¿No cabes o qué? —replicó Fernando.

Marcos solo se giró, lo miró con el ceño fruncido y levantó su dedo medio mientras le sonreía con ironía. Ignoró al resto, incluso los llamados de sus amigos, solo por seguir caminando hasta… ¿Dónde?

—¡Marcos! —gritó Edgar al verlo subir a la tarima.

—¿Por qué no me gusta para nada esta sensación? —murmuré mirándolo con asombro.

Estaba en la tarima, no buscando a alguien o preguntando nada, estaba frente a la pantallita del karaoke buscando una canción para… ¿Cantar? ¿Marcos el gran capitán del equipo de baloncesto, machista y homofóbico de profesión, iba a cantar frente a media universidad en estado de ebriedad y con diez kilos de ira contenida en su musculado cuerpo? Sí, eso parecía.

—Esta vez sí estoy contigo —bufó Fernando con fastidio.

—Esto se va a poner chido —celebró un muy risueño Gustavo.

No sabía si preocuparme o sentirme expectante, por primera vez iba a escuchar su voz grave y deliciosa cantando algo. Aunque, pensándolo con más calma y menos deseo, ¿qué tanto podía hacer? ¿Cantar la de rata inmunda, a chillar a otra parte o alguna que detalle más su profundo odio hacia mí? Que más daba, cerrar mis ojos, oídos y corazón ante ello. ¿Y si me rio mientras el alcohol adormece los demás sentimientos?

Una suave, dolorosa y muy conocida melodía empezó a sonar en los parlantes. Traté de no ceder, pero conocía tan bien la letra que sin haberla escuchado de sus labios ya había empezado a doler.

—Ya me enteré, que hay alguien nuevo acariciando tu piel, algún idiota que quieres convencer que tú y yo somos pasado. —Marcos cantó con dulce suavidad, melodioso y embriagante—. Ya me enteré que soy el malo y todo el mundo te cree, que estas mejor desde que ya no me ves, más feliz con ese al lado.

No pude soportarlo más, abrí mis ojos y los planté sobre él con toda la tristeza y decepción que sentí en ese momento. Marcos seguía allí, sosteniendo el micrófono con fuerza y cantando al ritmo de la canción, pero toda su atención estaba clavada en mí como esperando a que lo mirase.




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