Mi último día normal.
Un día normal de una persona común, siguiendo su vida rutinaria y predecible.
Hoy me levanté como todos los días, con más sueño que energía —como de costumbre—. El despertador hizo su trabajo y ahora me tocaba a mí cumplir con el mío. Tengo 24 años, sí, aún vivo con mis padres. Tengo una hermosa novia, un grupo de amigos algo locos pero inigualables, y ya casi es hora de que pase el bus.
Como siempre, mamá se despide desde la ventana mientras yo solo alzo la mano y le digo “chao”, sin saber que quizá esa sería la última vez que la vería.
El bus venía adelantado y tuve que correr para alcanzarlo. Me trepé a la puerta como si fuera una escena de película. Al principio el viaje fue un caos, pero logre adentrarme entre la gente hasta encontrar algo de espacio. Cuando por fin llegué a mi parada, iba cinco minutos tarde. La tercera vez esta semana. Un día como cualquier otro.
Llegué tarde al trabajo. Mi jefe me regañó. Tenía tanto por hacer que fui el último en salir. Ya era de noche, y como aún no era fin de mes, no tenía suficiente dinero para un taxi. Otra vez me tocaba irme en Trole.
Mientras caminaba, recibí un mensaje de mi novia. Apenas pude leerlo; la batería del celular se agotó al instante. A esas horas, la parada estaba vacía. Faltaba bastante para que pasara el alimentador, así que encendí un cigarrillo y me senté a esperar. El cielo estaba estrellado y se sentía una paz extraña. No sabía lo que iba a pasar a continuación. Ni siquiera los vi llegar.
Todo pasó tan rápido que no pude reaccionar. Una furgoneta negra se detuvo frente a mí. Varias personas encapuchadas me rodearon y me empujaron dentro, mientras una pistola apuntaba a mi pecho. Uno de ellos me cubrió la cabeza con una funda de tela y otros revisaron mis bolsillos. Estaba paralizado de miedo, solo atine a decir: “Llévense mi celular, mi reloj, no tengo dinero… por favor, no me maten”.
(No me maten).
De haber sabido lo que me esperaba, habría preferido morir en ese momento.
No sé cuánto tiempo pasó. Fue un viaje largo, interminable. Esto no era un simple robo. Me habían secuestrado. Pensé que quizá me habían confundido con alguien rico. El silencio dentro de la furgoneta era angustiante. En un momento escuché una sirena, y creí que era la policía. Empecé a gritar desesperado pidiendo ayuda, pero fue en vano: sentí un golpe fuerte en la cabeza y todo se volvió oscuridad.
Quizá hubiese sido mejor no despertar nunca. Pero lo hice. Y lo que vi fue peor que una pesadilla.
Estaba acostado en una camilla, amarrado de pies y manos. A mi alrededor, otras personas también estaban atadas. Niños, adolescentes, hombres, mujeres… todos lucíamos como animales en un matadero. Una puerta se abría constantemente; nos revisaban los signos vitales como si fuéramos piezas. Algunos lloraban, otros solo miraban al vacío. Yo temblaba por dentro.
Me llegó el turno. Me llevaron a una sala que parecía de hospital. Lo último que vi fue una mascarilla acercándose a mi rostro. Luego, el sueño profundo.
Desperté con un dolor insoportable en el estómago y la espalda. "¿Qué me hicieron?". Me sentía desorientado. Esto no podía ser real. Pensé en mi mamá, en sus regaños por llegar tarde. En papá, y sus eternas charlas que tantas veces ignoré. En mi novia, sus besos y abrazos que me hacían sentir invencible. En nuestros planes. Pensé en mis amigos, sus bromas, nuestras farras. Todo lo que dejé atrás sin despedirme.
"Qué hice para merecer esto. Por qué yo. Por qué nosotros".
Todos compartíamos algo en común: un día, simplemente desaparecimos.
Ahora estaba en un cuarto oscuro con muchas camas. Algunos lloraban, otros ni se movían. El silencio era espeso. Cada cierto tiempo nos inyectaban algo. No supe qué me habían hecho hasta que un tipo, con bata blanca, leyó en voz alta desde una hoja:
“Este ya fue usado: riñón y pulmón. Prepárenlo, necesitamos sus córneas”.
¡Mis córneas! Me habían convertido en un repuesto humano.
Quise correr, gritar, pelear... pero apenas podía abrir los ojos. Esa fue la última vez que vi la luz.
Hoy no sé cuánto tiempo ha pasado. Ya no siento dolor. Las heridas cicatrizaron, pero también las esperanzas. Me desecharon. No sé dónde estoy, pero sé que es muy lejos de casa. Alguien me encontró, traté de pedir ayuda, pero no me entendían. Y yo no entendía nada. Ciego, enfermo, mutilado, soy un vagabundo más.
Recuerdo con amargura lo que pensaba días antes del secuestro. Me faltaba un año para terminar mis estudios. Trabajaba para comprarme un auto, cansado de madrugar. Mi novia no paraba de hablar sobre tener una familia. El mensaje que me envió esa noche... decía algo especial: "Hoy fui al doctor y te tengo una sorpresa".
Ese fin de semana cumpliríamos diez años de amistad con mis panas. La farra de nuestras vidas. Nunca fui.
Esa semana fue terrible. Me pelié con mis padres, mi novia y mis amigos. Recuerdo pensar: "Tierra, trágame. Quiero desaparecer".
Y la vida me concedió el deseo. Desaparecí.
Hoy daría todo por regresar. Por agradecer cada día. Por abrazar a los que amaba.
No todo era perfecto, pero era mi vida. Y me la arrebataron en un instante.
Así de fácil es desaparecer.
Pues sí.