Descifrando a Mr. Phoenix (en Edición)

Capítulo 10011 - 24 horas con el señor Phoenix - Parte V

«¿Qué me impide manifestarme?», me pregunté. Y mientras lo tenía tan de cerca, pensé en las razones que me detenían. Quería arriesgarme, pero sabía que esta situación no era normal, nada lo era. 

El señor William me había pedido que cuidara de su hijo, pero esto no era exactamente eso. Entonces, ¿qué debía hacer? 

Justo como él lo había dicho, ambos tal vez buscábamos respuestas, pero yo no me sentía lista para saberlas. 

Bajé la mirada con duda y él pareció comprender el mensaje. Sacó la mano de mi cintura y logré sostenerme de un tubo metálico a mi lado. 

La noria se movió una vez más hacia arriba llegando hasta lo más alto. Desde allí se podía ver como el cielo comenzaba a adoptar colores distintos, anunciando que se acercaba el atardecer. 

—Esto nunca me había pasado —confesó Evan. 

—¿Qué cosa? 

—Que el tiempo se fuera tan rápido, que los planes se frustren, que las cosas no ocurran según mis estimados. 

—No todo tiene que ocurrir al pie de la letra. Las cosas nunca se dan como uno quiere, créame —solté—. Si fuera así yo tendría una vida completamente distinta. 

—¿Cómo quisiera que fuera su vida? —preguntó. 

—No lo sé… —Decidí callar, sin embargo, él no indagó y por largo rato nos mantuvimos en silencio, mientras poco a poco la máquina iba bajando más y más—. Lo mejor es no hacer planes y vivir con lo que se nos presente. 

—¿Sugiere afrontar las cosas con espontaneidad? —Evan se agachó para recuperar el animal de peluche en el suelo, que se movía con cada movimiento del cajón. 

—Ajá, deje los planes un lado. Es más, ¿puedo sugerir algo? —pregunté y sus brillantes ojos me prestaron atención aunque seguía en el suelo. 

—Lo que usted desee, señorita —dijo con amabilidad. 

—El resto de la tarde, sin planes, ¿vale?

—No comprendo —agregó al tiempo que estiró el brazo para devolverme el conejo. 

—Que olvide todo lo que planificó, disfrutemos la tarde, como lo haría cualquier persona ¿está bien? —exhorté. 

—Como usted diga, si es lo que haría cualquier persona, seguiré su consejo entonces. 

—Como diría mi abuelita, que sea lo que Dios quiera —sonreí. 

—De acuerdo. 

 

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—Desconocía que usted era una mujer religiosa —señaló el señor Phoenix al rato de haber regresado al auto. 

—¿Por qué dice eso? —Acaricié la cabeza del pequeño conejo blanco que sus brillantes ojos lucían como si tuvieran vida. Mientras tanto, buscaba comprender el porqué para el abrupto tema de conversación. 

—Está poniendo el resto del día en manos de Dios, eso sugiere que es una mujer de fe, ¿no? 

—Más bien era un dicho de mi abuelita, nada que ver conmigo —confesé. Aquel era un tema del que no disfrutaba hablar del todo. 

Jugueteando con el pelaje artificial del conejo, fijé la vista al exterior. Se podía apreciar la costa y como el sol  comenzaba a despedirse de nosotros. 

—Verá, el asunto de la fe me parece un fenómeno muy interesante —agregó—. El hombre pone su vida en manos de una entidad sobrenatural, solo porque le brinda alguna clase de seguridad. 

—Creo que no soy la mejor para hablar de ese tema —dije tras soltar una risa apagada. 

—¿A qué se refiere? —El señor Phoenix cambió el tono de voz. 

—Como ya sabe, no es como si la vida me hubiera dado mucho, más bien, he perdido bastante, ¿no cree? —Encogí los hombros. 

—Entonces, ¿qué hará?, ¿culpar a la vida o a Dios por lo que ha pasado? —indagó y aunque no lo observaba directamente, sabía que sus insistentes ojos estaban sobre mí. 

—Por eso intento no pensar en eso —suspiré—. No quiero pensar que existe alguien allá arriba que permite que una niña pierda a su padre y de paso su independencia en un mismo día. 

 

—La vida es una cadena de eventos, —meditó Evan—, algunos positivos, otros desgraciados, todo está en cómo afronta cada cosa que se le presenta. 

—Pero, por qué a mí, ¿es pura mala suerte?

—No es la primera ni la última persona que pierde cosas en la vida. Quejarse no sirve de mucho y desde que la conocí es algo que no deja de hacer  —agregó con sinceridad. 

—Si tanto le molesta, entonces ignóreme,  procure no estar cerca de mí —interrumpí, cruzando los brazos sin apenas mirarlo, observando el reflejo del sol bailando sobre el vaivén de las olas. Mientras, noté que el auto iba disminuyendo en su velocidad. 




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