Melisa cerró la puerta de su habitación con suavidad, tratando de dejar afuera el ruido habitual de la casa. Necesitaba un momento para ella, un instante de calma después de un día que, como tantos otros, había estado marcado por la rutina y el silencio. Su refugio era su pequeño rincón junto a la ventana, donde la luz del atardecer comenzaba a filtrarse entre las cortinas, tiñendo la habitación con tonos dorados y anaranjados. Allí, con el teléfono en mano, revisó una notificación que había recibido hacía unos minutos: la invitación para unirse a un grupo de WhatsApp llamado “Lectores Nocturnos”.
El nombre le pareció perfecto. Un lugar para quienes, como ella, encontraban en las palabras un escape, una compañía, una pasión que trascendía el tiempo y el espacio. No dudó en aceptar la invitación. Pulsó el enlace y, en cuestión de segundos, apareció ante sus ojos una avalancha de mensajes. Saludos efusivos, emojis de bienvenida, enlaces a libros, debates literarios. Todo sucedía rápido, pero Melisa se sintió bienvenida.
Entre los nombres y perfiles nuevos, reconoció algunos rostros familiares. Sofía, la amiga de Barcelona que siempre compartía atardeceres en fotos; Julián, el historiador autodidacta y apasionado por la novela histórica; Carla, la poeta tímida y sensible con quien había intercambiado versos hace semanas. Pero había también decenas de desconocidos, personas de distintas partes del mundo con quienes compartía ese instante.
De pronto, un mensaje resaltó entre el resto:
Elias: Bienvenida, Melisa. Soy Elias, ¡encantado de tenerte aquí!
El avatar de Elías mostraba a un joven rodeado de libros antiguos en una biblioteca hogareña. Su mirada, aunque digital, parecía transmitir una calma serena. Melisa sintió un curioso interés, un pequeño latido que le recordó que hacía pocos días alguien con ese nombre le había dejado un comentario en una foto suya, cuando pedía opiniones sobre un cuento que estaba escribiendo.
—¡Hola, Elías! Qué gusto saludarte —tecleó ella, intentando disimular su nerviosismo—. Sí, hablamos un poco sobre ese texto. Gracias por tus consejos, me ayudaron mucho.
Él respondió rápido, con un guiño digital y un enlace a un artículo sobre estructura narrativa que Melisa abrió con curiosidad. No era sólo un texto técnico; en cada línea parecía haber un mensaje oculto, una invitación a abrirse, a compartir más allá de la superficie.
Mientras leía, el grupo empezó a animarse con debates apasionados. ¿Debía el cuento tener un final abierto o uno cerrado? Los mensajes fluían desde Ciudad de México, El Cairo, Milán… cada uno con su acento invisible, cada uno con su historia. Melisa se sentía parte de algo mucho más grande, una comunidad de almas que, sin conocerse, se entendían por la pasión que compartían.
Elías no tardó en destacar en medio de la conversación. Sus mensajes eran claros, profundos y llenos de respeto. Había algo en su forma de expresarse que hacía que Melisa quisiera saber más de él.
En un momento, levantó la vista y miró su habitación: el escritorio repleto de libros, la lámpara que bañaba el cuarto con una luz cálida, la ventana abierta por la que el aire fresco de la tarde entraba suavemente. Afuera, la ciudad empezaba a apagarse bajo el cielo crepuscular. De repente, se sintió extrañamente cerca de alguien a miles de kilómetros de distancia, alguien que leía sus palabras en ese mismo instante.
Recordó entonces las videollamadas que había tenido con un joven desconocido que apareció en su red social hace unos días, alguien con quien había compartido risas tímidas y confidencias al borde de la madrugada. ¿Sería Elías esa persona? La pregunta la llenó de una mezcla de esperanza y nerviosismo.
—Elías, ¿te animas a contarme cuál fue tu parte favorita del artículo? —pensó en voz alta, pero sólo escribió en el grupo—. Me encantaría saber tu opinión.
El tiempo pareció detenerse, los segundos se alargaron y, finalmente, una notificación privada apareció en su pantalla: un mensaje directo de Elías.
Elías (privado): Me alegra que lo preguntes. Te cuento mejor en un chat aparte.
Su corazón empezó a latir con fuerza mientras pulsaba para abrir la conversación privada. Allí, en ese espacio íntimo y lejano a la vez, comenzó una nueva etapa.
—Hola, Melisa —escribió Elías—. ¿Sabes? Me gusta que seas tan curiosa. Eso dice mucho de ti.
Melisa sonrió, sintiendo que esas palabras cruzaban más que kilómetros.
—Gracias, Elías. Me gusta aprender y compartir, pero también me da un poco de miedo abrirme con alguien nuevo.
—Entiendo —respondió él—. A mí también me pasa. Pero creo que a veces, sólo a veces, vale la pena arriesgarse.
Las horas se desvanecieron mientras intercambiaban mensajes. Hablaron de libros favoritos, de autores que habían marcado sus vidas, de esos momentos especiales en los que la lectura se convierte en un refugio. Él le contó sobre una pequeña cafetería donde solía escribir, rodeado del aroma a café y el murmullo de otras voces. Ella le habló de su rincón de escritura, un espacio improvisado con pilas de cuadernos y tazas de té.
Rieron, compartieron dudas, confesaron inseguridades. En medio de la distancia, sentían una cercanía que parecía imposible, un puente invisible tejido con palabras, emojis y silencios compartidos.
Cuando Melisa finalmente dejó el teléfono sobre la mesa, la noche había caído por completo. Miró hacia la ventana y vio las estrellas brillando con calma, como si también ellas supieran que una historia estaba naciendo en la distancia.
Se preguntó si lo que sentía era real o sólo un espejismo digital. Pero en el fondo, sabía que algo hermoso había comenzado a florecer. Apagó la luz, cerró los ojos y se dejó llevar por un sueño dulce y lleno de esperanza.
Mañana sería otro día para escribir, para leer, para enviar mensajes, para acortar esos 17.000 kilómetros que ahora ya no parecían tan grandes. Mañana, tal vez, daría un paso más hacia lo desconocido… y hacia lo posible.
Editado: 06.07.2025