Intenté hablarle sobre lo que pasaba. Busqué entender qué entendía él de toda esta situación.
En una ocasión, le dije que estaba bien llorar si se sentía triste, porque llorar nos hace sentirnos mejor cuando pasa algo triste. Observé su desconcierto. Le expliqué que llorar es cuando uno bota agua saladita por los ojos y le duele el corazón. Él abrió los ojos grandísimos y exclamó:
- Aahhh. Te refieres a Fluer.
- ¿Fluer? –Le contesté-
- Sí, Fluer. Fluer es cuando se te llena de agua el corazón y se te sale por los ojos…
Yo le enseñé que, técnicamente, no era así, es imposible que se llene de agua el corazón. Y procedí a desglosar los pormenores, en simples palabras, de lo que sucede al cuerpo para llorar...
En media exposición, Fusno se puso a reír mucho. Su risa rebotaba entre las paredes de la casa, le daba color a la habitación. Me comentó:
- Claro que no, papá. ¡Sí que dices cosas graciosas! Mira…
Se acercó mucho a mí con los ojos bien abiertos. En sus ojos azules, vi el cielo. En ese cielo, pasaba una bandada de pájaros. Miles de pájaros volaron sobre mí y, por un segundo, me ocultaron el sol.
Vi adelante el mundo diferente, como cuando se ve a través de una copa de cristal, o de la superficie de un charco. Todo se veía gracioso. Las personas eran largas y flacas como yo, o a veces pequeñas y regordetas. Todos hadaban adi. Eda muy diverdido quedarde habando don cualquieda… ¡JA!
Al voltearme, vi un gran mar, un mar de lágrimas. Y supe que, de alguna forma, Fusno tenía razón.