Desfase

Capítulo 7

Selene Bicker

La antigüedad no es tan mala.

Meria llega jalando del caballo, su rostro se encuentra sonrojado por la fuerza usada al jalar del obstinado animal. Nuestras miradas se encuentran, sus ojos me observan con reproche mientras muerdo la parte interior de la mejilla con irritación. Un suspiro se escapa de sus labios y sus ojos siguen el bullicio de la herbolaria, una sonrisa cargada de orgullo se desliza en sus labios al ver al niño con vida y escuchar las alabanzas que recibo.

—Parece que todo salió bien—murmura echando un mechón de cabello castaño hacia atrás, gotas de sudor se deslizan por la frente y ella las limpias con un pañuelo beis.

—Si—susurro sin mucho ánimo.

— ¿A qué se debe esa actitud, señorita? —inquiere Meria con suspicacia, notando que algo va mal. Niego acercándome al caballo, el cual agacha la cabeza recibiendo dócilmente mis caricias. —Por los dioses.

Exclama con cansancio al saber que la he ignorado; avanzo por el sendero del pueblo, detallando con atención cada una de las pequeñas y coquetas cabañas de madera quemada. Las casas son todas iguales, con diminutos detalles, los cuales hacen diferencia una de las otras; pero son cosas insignificantes, las cuales pasarían desapercibidas ante el ojo de un extraño. A los lejos, más allá de las enanas copas de los árboles, puedo apreciar un sutil humo, acompañado por el tintineante sonido del metal al ser trabajado.

Acorto la distancia hacia el sonido del metal, me siento atraída hacia el cómo las abejas al polen. El sendero se hace cada vez más amplio a medida que avanzamos, el piso está rellenado con piedras comprimidas, las cuales le otorgan una superficie casi lisa y uniforme. Calles coloniales, las cuales han desaparecido en las ciudades del futuro.

— ¿Señorita, hacia dónde va? —escucho la voz jadeante de Meria, detengo el paso dándome cuenta de que estoy corriendo hacia el sonido.

Escucho los pasos de Meria acercarse rápidamente, cuando su mano se apoya en mi brazo vuelvo a emprender camino, pero esta vez lento y pausado, dejando que ella pueda seguirme con facilidad. Jalo la capucha de la capa, escondiendo lo mejor que puedo los rasgos finos y delicados de mi rostro, ocultando que soy una mujer en ropa de hombre, pero cada vez que Meria me dice señorita el disfraz puede caer.

—No soy tu señorita en este momento, Meria—anuncio por segunda vez en este día. Meria farfulla palabras, las cuales no comprendo.

—Deberíamos volver ya, prometió no interactuar con nadie y terminó salvándole la vida a un niño.

— ¿Hubieras preferido que le dejara morir? ¿Qué mi gente sufra cuando puedo ayudarles? —preguntó con un deje de ira en mi voz. Las personas poderosas siempre miran sobre el hombro, se escabullen como ratas al escuchar el primer indicio de un problema.

Meria se detiene, casi ofendida por la pregunta. Pero no puedo retractarme en ninguna de mis palabras, no puedo cambiar algo que realmente pensaba y quería decir. El sonido del metal se detiene, el ruido cesa y mis ojos se fijan en la entrada de paredes de piedra. El tintineo de pisadas y piezas moviéndose proviene desde adentro de esta cabaña algo primitiva. Un calor abrazado envuelve cada extremidad de mi cuerpo, deteniendo el avance hacia adentro de la cueva.

Los herreros se asoman, desviando la mirada hacia nosotros, esos ojos cargados de cansancio y dureza nos recorren durante cortos segundos de pies a cabeza. Las miras perduran más tiempo sobre Meria, logrando que esta busque refugio detrás de mí.

—No, no hubiera preferido que lo dejara a su suerte—murmura la voz suave de Meria. Avanzó hacia la herrería viendo cada detalla con lentitud. Memorizando cada objeto del interior.

La mirada cae sobre las decenas de espadas apostilladas en la pared, una encima de otra y algunas colgando. Espadas, puñales, arcos, navajas y otras más. Un juego de Sai, un arma típica de Japón; me llama la atención, posee tres picos, dos cortos y uno alargado, pero a diferencia de la tradicional arma japonesa, está hoja larga tiene filo en ambas partes. El brillo del metal demuestra cuanto esmero han puesto en esa pieza.

El diseño intricado de la empuñadura recubierta en una capa de madera, es especial y elegante, casi como si estuviera contando alguna historia.

—No le recomendaría tomar esa pieza—la voz ronca y grave de un hombre me detiene, mis dedos quedan a centímetros del mango del Sai. La punta de los dedos pica ante la necesidad de tocar el metal.

Desvío la mirada hacia el hombre alto, casi de un metro noventa; piel morena, llena de carbón y suciedad, ojos negros como dos pozos; y cabello canoso. Espero que continúe la frase, pero solo son esas palabras tiradas al aire, acompañadas de una mirada evaluativa. Ignoro la sugerencia enrollando los dedos en el mango del Sai, sujetándolo con fuerza y firmeza.

—Están malditos—completa con el ceño fruncido.

—No creo en los objetos malditos—anunció tomando el otro Sai. Son unos gemelos algo curiosos, el peso es igual, pero uno de ellos es difícil de sujetar.

—Debería creer—ignoro el comentario, batiendo el juego de dagas en el aire. Dando cortes cortos y rapidos, como si estuviera apuñalado a un enemigo.

—La credulidad es para los que tiene miedo, y yo no le temo a nada.




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