Desfase

Capítulo 19

Damian Gorh

La gota que colmo el vaso.

Ella se impuso como una marea, fuerte y tenaz. Había caído en su boca, en el pomposo vestido que se adhería a sus curvas, estaba preciosa en vuelta en aquel traje de seda y tela resplandeciente. Su cuerpo era una delicia a la vista y, aunque quisiera tomar su palabra y robarla solo para mí, en un lugar donde pudiera contemplar su belleza sin detenerme no lo haría. La dama quería algo que era inasequible de darle, no jugaba con fuego y menos cuando sabía que iba a perder, un guerrero sabía cuáles batallas ganaría y de cuáles era mejor huir. Stein era una batalla de la cual tenía que huir, aunque la recompensa era tan hermosa, cautivadora e intrigante. Por eso, en un momento de debilidad, acepté vernos otra vez.

Una reunión.

Una clase, y la manera de encontrarse esposa. Sin embargo, ella no sabía que ya había intentado de todo, que había caído tan bajo como considerar a una cortesana o tomar a una prisionera de guerra. El rey me concederá cualquier deseo y una mujer raptada de su reino no tenía derechos en Oblitus, nunca la tocaría a menos que ella me lo pidiera; algo que jamás pasaría. Era incapaz de golpear a una dama, menos de obligarla a aceptar un matrimonio. Este no era mi deseo y si al menos con un matrimonio y la nefasta idea de futuros nietos hacía feliz a mi madre, lo haría. Le daría aquello, aunque me condenará a una vida de sufrimiento y rencor.

La fiesta terminó y volví al ducado, llevándome una amarga sorpresa. Aquello había sido la gota que colmó el beso y lo que nunca haría, sin importar cuán desesperado le encontraba. Todos teníamos límites y el mío había sido superado.

—Damian, que gusto que hayas llegado. Te estábamos esperando, hijo—la voz de mi madre suena alegre y en pintoresco tono cantado. Uno que me recuerda al hogar—. Tenemos una buena noticia para ti, para el ducado. Es una excelente noticia, hijo, un milagro.

La mujer menuda, con cabello canoso y ojos del color del trigo, me dedica una sonrisa que llena toda la amplitud de su rostro envejecido. Los ojos están alegres, cargados por un brillo esperanzador y antes que pueda preguntar a qué se refiere; enrolla los dedos delgados y temblorosos alrededor de mi muñeca, tirándome hacia el interior del salón. Intento preguntar una vez más que está sucediendo, pero las palabras se quedan atoradas en mis labios cuando veo a un señor y una joven niña sentada en el sillón. La pequeña evita mirarme, mantiene la barbilla hundida y puedo escuchar el inicio de un hipido, de un sollozo.

En cambio, el hombre se levanta con la galantería que representa a un varón, un buscador de oportunidades y tira del brazo de la joven sin compasión alguna. Ella se resiste, pero al final termina levantándose, con un sollozo bajo y ahogado, escapando de los finos labios apretados. El hombre con ropas baratas da un paso adelante, se quita el sombrero con una sonrisa falsa; la reconozco, reconozco la expresión en aquel rostro engañoso; el miedo escondido detrás de la apariencia confiada y vivaz. Él me teme como los demás lo hacen, pero desea algo de nosotros. La idea, que se arremolina en lo profundo de la consciencia, es desagradable, perturbadora y horrible.

Ahogo un gruñido, rogándoles a los dioses para que tenga compasión de nosotros, para no oír las palabras que temo salga de aquella boca insensata. Aun cuando no he terminado de rogar a cada dios que conozco y en el cual creo, el hombre ha soltado lo peor. Ha hecho realidad mi miedo.

El cuerpo se me congela, la sangre deja de fluir y escucho el bamboleo del corazón contra los oídos. Los ojos se cierran, los párpados caen pesados y por un instante me desconecto de este lugar, transportándome a un lugar oscuro, vergonzoso y perverso. Un sitio donde a menudo viajo, cuando el dolor y la vergüenza es insoportable, cuando no puedo lidiar con la situación, con las personas.

Me encuentro de nuevo en aquel prado verde, cargado de preciosas flores de diversos colores; escuchamos el arrullo de los pájaros y el suave batir de la brisa. Cerca de nosotros se encontraba un precioso lago, uno que discierne del estado en el cual se encontraba mis emociones. El agua tranquila era un bálsamo, no sé, si lograba calmarme, pero cada vez que centraba la mirada en aquel rostro femenino y delicado, volvía a estar intranquilo. Acelerado. Nervioso.

Aún mantenia la armadura después de hacer un viaje de tres días y dos noches, sin descansar y correr como loco hacia el ducado, hacia la capital. En el frente norte, donde me encontraba sirviendo, llegaron los rumores del matrimonio de Reiley, la joven hija del perfumista. Quien se había convertido en la única amiga y la mujer que controlaba cada uno de mis pensamientos; había comenzado a enamorarme de ella a la edad de doce años, me di cuenta de lo profundo que eran mis sentimientos por ella cuando me enviaron a las fronteras; aquellos sentimientos se profundizaron. Y cuando escuche que se iba a casar no había manera alguna que lo permitiera, era una tortura.

—Damian, ¿qué haces acá? —cuestiona en un tono suave, Reiley sonríe levantándose, sus finos dedos sujetan el tallo de una flor con sumo cuidado.

—Escuche que te vas a casar, ¿es verdad, Reiley? —ella asiente. La única respuesta que recibo de ella es un asentamiento de cabeza—. ¿Por qué?

—Porque ya llego mi momento de casarme, de buscar una familia y… Soy una mujer adulta, Damian.

—No, ¿por qué él? —repito con duda, el corazón me martilleaba con violencia—. ¿Por qué lo escogiste sobre los demás?

La expresión de Reiley se frunció con curiosidad y duda, sin entender a qué me refería. Era incapaz de decirle directamente lo que quería, lo que esperaba de ella, de nosotros. Había pensado durante el camino lo que iba a decirle, lo había planeado palabra por palabra; como declararle mis sentimientos. Aun así, las palabras, huía de mí, se quedaban atoradas en la garganta, en un nudo fuerte.




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