Desfase

Capítulo 20

Damian Gorh.

Sombra.

Uno de mis soldados sale de las sombras, tomando a mi madre y a la niña con suavidad, antes de sacarlas de la habitación con una excusa. El hombre se oscurece por completo, tartamudea al intentar hablar y lo único que sale son incoherencias causadas por el terror de verse solo conmigo en una habitación sin salidas. Él sabe que ha llegado su hora, que ha despertado los demonios que están en mi interior, sabe que su sangre va a correr por la alfombra. Me levanto con la seguridad de una persona que posee el poder absoluto, mi humor ha caído por completo y el positivismo que había conservado durante el baile se ha desvanecido por completo; no importa cuanto tratar de recordar la sonrisa burlona y coqueta de Stein, el vestido que se adhería a sus suaves curvas y lo preciosa que se veía esta noche. No importa cuanto trate de mantener los buenos pensamientos y sensaciones que me provoca la descarada dama, apenas desvío la mirada hacia este hombre, todo desaparece.

— ¿Sabes lo que has hecho mal? —indago en un tono grave y aburrido, deslizando la espada fuera de la funda de cuero curtida. El filo brilla en la oscuridad de la habitación.

—Duque—ta tartamudea.

—-Responde, ¿sabes cuál es tu pecado?

— ¿Ofrecerle la mano de una niña? —niego, mi rabia no es por su oferta, aunque la idea de estar casado con una niña es repugnante; si no podía caer más bajo hace unos días, si creía que me quedaba dignidad, este suceso se ha llevado toda dignidad y respeto que tenía.

Es ridículo como aún puedo albergar el altivo de una dignidad, de la esperanza. Es ridículo como una situación de esta magnitud puede afectarme, como la idea de tocar a una simple niña hace que toda mi sangre arda, el corazón lata desbocada y tenga la desesperante necesidad de quitarme la piel con mis propias uñas. De hacerme daño hasta tener un poco de sosiego.

¿Por qué debo pagar por los pecados de los demás? ¿Por qué debo luchar por la vida de los demás? Respondan, maldición, que hay de mi vida, de mis deseos. Que debo hacer para que se apiaden de mí y me den un momento de tranquilidad, he luchado con todas mis fuerzas; he derramado sangre en el campo de batalla y fuera de él, nunca he obligado a ninguna mujer a quererme, no he codiciado lo que se me ha negado, aunque debería. Soy un hombre jodidamente estúpido y testarudo, un instrumento.

—No, aunque tu propuesta me parece desagradable, horrible e impensable, Matthew. Lo que ha provocado mi ira no es tu boca, es la niña. El que hayas robado a una hija de Samortu'a para engañarme y ganar dinero en el proceso—indico con una calma desconocida, acortando la distancia entre nosotros. Matthew salta lejos del asiento buscando un lugar donde esconderse, la punta de la espada se desliza sobre el piso de mármol provocando un sonido agudo y chirriante—. ¿Conoces el castigo por robar a una hija de Samortu'a y tratarla como una esclava?

—La niña ha recibido un trato justo, con la delicadeza que merece una dama.

Una carcajada se escapa de mis labios, una sonora e incrédula carcajada. Acaso este hombre cree que soy estúpido, que no veo bien o no reconozco las marcas de ataduras en su muñeca y la tez pálida que adorna su rostro y brazos.

—Tus últimas palabras.

—Señor, piedad, por favor.

—La piedad es para los santos, y en esta tierra no existen.

Anuncio dejando caer el filo de la espada sobre su delgado cuello, la sangre sale disparada bañándome en ella y ensuciando toda la habitación; la cual ha terminado teñida de rojo, las puertas se abren y por ellas pasan algunos sirvientes y dos soldados, quienes bajan la mirada hacia el cuerpo desangrándose y la cabeza rodando en círculos.

—Limpien todo.

Los pensamientos desordenados le acompañan todo el camino hacia el lago, ese que queda detrás de la mansión del ducado y está escondido entre un espeso sector del bosque. Aquel lugar que impide el paso de la luz y el ambiente siempre es húmedo, desolado como me siento. Las prendas cargas de sangre se van secando ante la brisa fría de la noche, la piel se reseca y el asco le domina. Mantengo los ojos abiertos, soltando un suspiro al detallar la orilla del lago. Gruño, gruño con fuerza, la garganta retumba y a medida que me quedo sin fuerza todo el cuerpo me duele. Si tuviera lágrimas lloraría, pero no tengo ninguna, hace tiempo mi humanidad murió.

Me desprendió de la ropa, la piel reacciona ante el frío de la noche. Y me dejó caer en el agua helada, esperando borrar el horror de esta noche, lo indigno que me siento con la sugerencia de mi madre; con aquella idea de tomar como esposa a una niña que podría ser mi propia hija. Al pensar en ella como mi posible hija, el asco crece aún más y el deseo de morir se hace presente. Su ergo la cabeza debajo del agua, me hundo y el aire se escapa de los pulmones poco a poco. Nado a lo largo del lago, borrando las sensaciones y dejando la cabeza en blanco mientras el olor de la sangre se va y ella desaparece de la piel. Borrando la suciedad.

Estoy maldito, mientras más trato de buscar una mujer que acepte ser mi esposa, las posibilidades se van cerrando volviéndose escasas y ahora con la presencia de aquella niña sé que ha sido mi final. No habrá mujer en Oblitus que desee casarse conmigo, si antes no la había, ahora menos.

—Señor, ha llegado una carta desde la frontera—murmura una voz delicada y femenina, pasos cortos y tranquilos se acercan a la orilla del lago.

Alzo la cabeza, descendiendo del agua, encontrándome con la mirada neutral de Camelia, la mujer de cabello blanco como la nieve y ojos violetas me observa desde arriba sin interés. Manteniendo una carta perfectamente doblada entre sus manos, haga un gesto con la cabeza esperando que se acerque y Camelia avanza, alargando la carta sin perder el equilibrio o mojarse en ningún momento.

—Necesita ayuda, señor—pregunta Camelia en un tono suave, su mirada me recorre sin pudor alguno intentando ver lo que se esconde debajo del agua.




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