Despertares: La tempestad latente

PRÓLOGO

Hacía más de dos semanas que el sol brillaba sin tregua, bañaba la ciudad con su luz implacable. Niños y niñas llenaban las plazas y las familias hacían planes para pasear. No sorprendía ver los clubes y parques acuáticos abarrotados, con largas filas para deslizarse por los toboganes. Parecía que la diversión sería eterna, un festejo interminable; sin embargo, justo el día tan anticipado por la familia Leoy, el cielo amaneció nublado.

Una corriente de aire del norte arrastró nubes grises dispuestas a descargar sus aguas. Pero para Armin, esto carecía de importancia. Se quedó en casa, dedicado a empacar sartenes, vajillas y toda clase de objetos domésticos, mientras el sol iluminaba las vacaciones de los demás. Tomaba un plato y lo envolvía cuidadosamente en periódicos viejos, luego tomaba otro. A veces era una taza, otras un vaso o una jarra, una lámpara o un adorno de los miles en que parecían haberse multiplicado esos días. Esa rutina tediosa se repitió mañana tras mañana.

Una casa nueva en una ciudad desconocida lo esperaba, a gran distancia del lugar donde Armin vivió sus primeros y únicos quince años. Terminó de vaciar las alacenas sin romper ni un traste. El hogar se sentía cada vez más vacío. Cada vez que Armin pasaba frente a las paredes desnudas, sus ojos buscaban involuntariamente los cuadros alegres y los retratos familiares que ya no estaban. Los sillones, los adornos, y cortinas a juego con la alfombra, todo había desaparecido. Su madre aprovechó para deshacerse de ropa vieja, aparatos descompuestos y libros maltratados que su padre insistía en conservar por si acaso. Poco a poco, Armin arrancó del techo los pósteres de sus artistas y películas favoritas. Los miró pensativo, perdiéndose en esos mundos impresos. Cada imagen atesoraba un recuerdo invaluable. Sacó las últimas dos o tres camisas del guardarropa y las dobló con sumo cuidado en su maleta; el día anterior había empacado el resto en una caja. Luego vació los cajones y el librero junto a donde alguna vez estuvo su cama.

Salvo un viejo buró, la recámara quedó totalmente vacía. Al abrir uno de los dos cajones, Armin sintió un nudo en la garganta. No quería ver su contenido, pero nadie más que él sabía lo que atesoraba ahí. Antes de meter la mano, buscó una caja, la colocó junto al buró y vació el cajón superior a toda prisa. Todo lo que tomaron sus manos se fue directo a la caja sin detenerse a examinarlo, incluso si era un ratón o una goma de mascar vieja. Por un instante creyó que el cajón tenía un compartimento extra; cuando su mano tocó el fondo, el joven dejó escapar un leve suspiro y lo cerró.

La caja aún tenía un poco de espacio, pero Armin no deseaba continuar. Cerró los ojos y respiró hondo. Ojalá nunca me olviden, pensó. Dubitativo, abrió el segundo cajón. Contenía únicamente dos cuadernos, uno más grande que el otro. Tomó primero el pequeño, de pastas azules y desgastadas. Armin lo contempló sin abrirlo. Él mejor que nadie conocía lo que custodiaban sus páginas. Para evitar que el torrente de memorias lo inundara, arrojó apresuradamente el diario que escribió por incontables horas dentro de la caja. Solamente faltaba guardar el otro cuaderno para que la habitación quedara absolutamente libre de Armin Leoy. Sin los recuerdos, sin esas pertenencias, nada quedaría ahí relacionado con ese joven soñador y meditabundo. Se llevaría todos sus efectos personales, pero una parte de su ser permanecería entre esas cuatro paredes. Para evitar cualquier escape fugaz de algún recuerdo, tomó el cuaderno grande y lo arrojó como un trapo viejo dentro de la caja. Sabía que, si lo abría, las lágrimas que luchaban por salir se desbordarían sin control.

Eso era todo. Las cajas estaban cerradas y las maletas listas. Los trabajadores de la mudanza se encargarían del resto. Armin se puso en pie, sacudiendo el polvo de su pantalón. Al empujar el cajón del buró para cerrarlo, notó que algo más quedaba dentro. El nudo en su garganta se hizo más grande y las lágrimas brotaron. De ahí sacó una fotografía. Era reciente, aun así, para él significaba mucho más que todo lo demás. Le fue imposible apartar la mirada. Decenas de imágenes se agolparon en su mente, tiempos en los que todos sonreían… tiempos en los que él era feliz.

—¡Hijo! ¡Ya llegaron los de la mudanza! —gritó su madre. Bajaba las escaleras cargada con una maleta—. ¡Apresúrate, debemos llegar al aeropuerto antes de que empiece a llover!

Armin salió del trance. Guardó la fotografía en su mochila y se la colgó al hombro; se limpió las lágrimas y dio una última mirada a lo que una vez fue su alcoba. Cerró los ojos un instante y se marchó.

—¡Al fin bajaste! —dijo su madre desde la sala, revisaba los últimos detalles—. Vamos retrasados, no podemos esperar a que terminen de subir todo al camión. ¿Estás listo? Nos esperan grandes aventuras.

—Sí, mamá, como digas —respondió Armin de mala gana—. ¿Puedo subir al auto de una vez?

—Amanda y tu papá están afuera. Las maletas ya están en la cajuela. ¡Vámonos! —dijo ella, exhalando un suspiro.

Armin y su madre subieron al taxi estacionado frente a la casa contigua para no estorbar al camión de mudanza. El padre del joven aún se encontraba en la acera, dando las últimas instrucciones a los cargadores.

—¿Por qué tardaron tantísimo? —recriminó la hermana de Armin.

—Ya conoces a tu hermano, se tarda una eternidad hasta para ponerse los calcetines… —respondió la madre.

—¿Ya nos vamos? —preguntó la niña entusiasmada—. ¡Muero por conocer la nueva casa! Mamá, ¿la escuela a la que iré tiene juegos en el patio? ¡Quiero jugar con mis nuevos amiguitos!




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