Lejos de la escuela y el bullicio citadino, en un vecindario tranquilo y un tanto anticuado, una casa sobresalía del resto por ser la más grande y descuidada de la calle. El tiempo había sido implacable con ella. Del techo colgaban tejas sueltas, mientras otras yacían rotas en el suelo. La pintura, desgastada al punto de desprenderse, apenas cubría las paredes. Las protecciones de las ventanas, corroídas por el óxido, parecían a punto de ceder. Y un viejo auto estacionado languidecía en la cochera. Sin embargo, contrario a lo que su apariencia sugería, la casa no estaba deshabitada. En la sala, sentado en un sillón desvencijado, el propietario ocultaba el rostro con sus manos.
Lloraba sin cansancio atrapado en una cárcel de recuerdos de la que no quería escapar.
—Ni siquiera me despedí —gimoteó antes de volver a romper en llanto, como lo había hecho incontables veces en los últimos días. Caía otra vez en esa espiral de la que había creído salir hacía muchos años. Su mirada estaba absorta en una fotografía, su único consuelo en medio del dolor.
Qué desgracia… Es injusto…, ¿por qué les pasan cosas malas a las personas buenas?
En esos tiempos, cuando la tragedia era aún reciente, sus amigos y familiares todavía estaban presentes. Se esforzaron por consolarlo, repitiéndole hasta el cansancio que la vida debía continuar. Insistieron en que la experiencia tenía que servirle como una gran lección. Que ellas ya descansaban en la compañía de Dios.
¿¡Cuál Dios!? ¿El Dios misericordioso y lleno de bondad que vela por el bien de sus hijos, o el que permanece imperturbable en los momentos más angustiantes?
Las palabras de aliento se volvieron llamadas y correos, luego susurros, hasta convertirse en ecos mentales. El timbre de su puerta dejó de sonar.
La vida le había dejado de importar desde hacía mucho. Para él, nada volvió a ser igual. Su mundo se destruyó en el instante en que la realidad lo alcanzó. Los recuerdos eran los únicos responsables de que continuara abriendo los ojos cada mañana.
¿Siempre había sido así? Un hombre dominado por su temperamento, que estallaba intempestivamente como un volcán, dejando a su paso heridas difíciles de sanar. ¿Cuándo comenzó esta batalla contra sí mismo? Con el paso de los años, en lugar de amainar, su carácter volátil se acentuaba cada vez más. Era una fuerza incontrolable, una bestia que lo devoraba por dentro. Fueron ellas, su luz en la oscuridad, quienes lograron domarlo. Gracias a su amor y paciencia, aprendió a sobrellevar su difícil personalidad, a someterlo, hasta que llegó esa noche… Esa maldita noche que lo cambió todo. Su rabia alcanzó un punto que ni él mismo pudo reconocer, garabatos y dibujos infantiles manchaban los documentos con los reportes y análisis en los que había trabajado durante meses. ¿Por qué no lo entendían? Su agotamiento, sus desvelos, las promesas rotas, las citas a las que no había asistido, los eventos familiares pospuestos… Todo había sido por esos papeles que quedaron arruinados. ¿Por qué nadie comprendía que trabajaba incesantemente para que, en un futuro que esperaba cercano, pudiera resarcir todo lo que había hecho mal?
Durante muchos años, trató en vano de evitar que lo atraparan los sentimientos de su pasado. Pero ya no era posible. Estaba expuesto a ellos, sin armadura ni coraza. Ya no podía pelear. No le quedaban fuerzas. Su empleo ya tampoco le importaba, alguna vez llegó a ser el motor de su vana existencia. Sabía con certeza que ninguno de sus alumnos lo extrañaría. Se había ganado a pulso lo que hablaban sobre él a sus espaldas.
—Me arrebataron lo que más quería —dijo entre sollozos.
Había guardado el dolor en lo más profundo y oscuro de su corazón, donde nadie lo pudiera encontrar. Pero su sufrimiento emanaba a presión y cada día se hundía más en las tinieblas de su propio odio. Temblaba ante el terror de las imágenes en su cabeza. Eran persistentes. Ya no las podía controlar.
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Editado: 12.10.2024