Pine Haven Ranch
Alguien alzó un vaso. No era una fiesta, solamente una cena improvisada. El hombre que solía dar órdenes tomó la mano de la mujer que lo había atendido durante semanas y, entre miradas, dijo: «Queremos decir algo». Hubo un silencio breve, y después una risa discreta, unos aplausos tímidos, y el alivio que uno se permite cuando empieza a creer que quizá, solo quizá, lo peor ya pasó.
El rasgueó de una guitarra amenizó el ambiente. Las cuerdas estaban tensas, afinadas a la carrera, pero suficientes para armar un ritmo. No era John Denver, pero el hombre cantaba bien. Varias armas quedaron apoyadas junto a las sillas, al alcance, pero no en las manos.
Dos se cruzaron una mirada larga y ninguno apartó los ojos. Un chiste simple estalló desde el fondo y arrancó carcajadas cansadas. Los más jóvenes se empujaron el codo como si el mundo no les hubiera quitado del todo esa costumbre. Fue ese instante breve en el que todos, sin decirlo, confiaban en que estaban bien.
El rancho que albergaba esperanza ya no estaba...
No se escuchaban los generadores, no había pasos, ni voces, solo el barro tragándose cada pisada y detrás, el río desbordado golpeando con rabia contra las piedras.
Ella avanzó con el cuerpo en automático, revisando todo lo que quedaba a su paso entre restos de tela desgarrada, botas abandonadas y casquillos oxidados. El barro tragaba cada paso y en cada rincón parecía haber una sombra que había sido alguien.
«No somos la misma sangre»
Siguió la vereda por donde la alcanzó a ver escapando con el hombre que amaba, con las huellas aún frescas de neumáticos marcadas en el barro. Entre esas marcas, atrapado a medio hundirse en un charco, estaba el espejo portátil que ella solía cargar, con el cristal estrellado en varias líneas que deformaban el reflejo. Lo levantó con cuidado, lo limpió con la manga y lo abrazó contra el pecho, cerrando los ojos un instante.
Caminó siguiendo el rastro, pero este se perdió tras la valla destruida que le evitaba el paso, no había más qué seguir, y regresó encaminándose al río para buscar otra ruta.
«Somos la misma casa»
No esperaba encontrar nada más entre las ruinas, pero algo llamó su atención en la tierra removida junto a un poste caído. Se inclinó apartando con los dedos el lodo húmedo hasta que la superficie metálica apareció. Era delgada, fría, y con bordes gastados por el roce constante, colgando todavía de una cadena rota.
Las letras grabadas aparecieron bajo la mugre. El frío le recorrió el brazo como un escalofrío. Recordó cuántas veces había visto esas placas colgando de su cuello, y el sonido metálico cuando caminaba... pero ahora estaban ahí, abandonadas en el barro, sin sangre alrededor.
Las sostuvo en la palma más de lo necesario. El peso era leve, pero suficiente para hacerla entender que él había sobrevivido.
Si había perdido aquello que lo identificaba, entonces ella lo guardaría hasta el momento de devolvérselo. Se colgó la cadena rota al cuello como un compromiso. No dijo su nombre, pero lo pensó. Lo sostuvo en silencio, con la promesa de no detenerse hasta encontrarlo.
El río continuaba crecido, tragándose la orilla, llevándose ramas, escombros, y quizá cuerpos. Unas huellas mal marcadas seguían un sendero y se borraban justo antes del agua. Ella las siguió por inercia y lógica, porque si alguien había caído, el río podía haberle arrastrado no muy lejos.
Bajó por la ladera, tanteando la tierra blanda. Dio unos pasos más, mirando siempre alrededor, sin bajar del todo la guardia, hasta ver un destello entre raíces mojadas y hojas rotas.
No era vidrio, era metal macizo, cubierto de barro, atrapado entre raíces húmedas. Lo liberó con cuidado, limpiándolo con los dedos hasta que apareció aquella inscripción que conocía demasiado bien: Ilumina solo lo que importa
El corazón le dio un vuelco. Lo abrió con las manos temblorosas y giró la rueda. Chisporroteó, pero la mecha empapada no encendió. No estaba roto, solo necesitaba combustible. Recordó cómo lo hacía girar distraído entre los dedos, con el chasquido constante y la media sonrisa cuando lograba prenderlo. Él había pasado por allí, y eso bastaba para saber que seguía vivo.
Guardó el metal en el bolsillo, cerrando la mano un segundo más de lo necesario para sentirlo suyo. Lo tenía que encontrar.
Respiró hondo y levantó la vista hacia el río crecido. Si él alcanzó el agua, esta lo habría llevado a algún lugar. Y ella lo seguiría, porque dejarlo atrás significaba aceptar que no había más. Y aún no estaba lista para dejarlo ir sin antes intentar encontrarlo.
El cielo dudaba si volver a llover, pero ella no dudó cuando tenía los únicos elementos que necesitaba para continuar y creer que aún había esperanza, que los eventos de la noche anterior no habían acabado con todo lo que comenzaban a construir. Ajustó el arma, respiró por la boca para no tragar el olor a putrefacción, miró una última vez el terreno y bajó a la orilla. Empezó a caminar río abajo, con el agua sin dejar de golpear las piedras y borrando sus pasos en cuanto los daba.
Si él alcanzó el río, este la llevaría a él. Vivo o muerto..., la única forma de saberlo era seguirlo.
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Editado: 13.09.2025