Tenía muchas cosas en mente, pero el pensamiento que más rondaba en mi cabeza eran mis hijos. ¿Qué iba a pasar con ellos?
Kian ya era un adulto y podía darse cuenta de las cosas, sin embargo, mi pequeña Karina tenía solo 7 añitos y siempre se había considerado la princesa de papá. Tenía miedo de que ellos no quisieran venir conmigo.
Con el corazón en una mano y un maremoto de emociones en la otra caminé rumbo a la escuela de los niños que estaba cerca, caminando me tomaría cerca de una media hora llegar. Intente parar un taxi, pero por más que espere ninguno pasó. Resignada emprendí mi camino mientras pensaba en como hacer que toda esta situación no suene tan trágica para los niños.
Después de todo, su padre, nos había echado de la casa sin importarle nada.
— Pero ni crea que eso se va a quedar así. Debo consultar con un abogado — murmuré para mí misma.
Pronto llegué a la escuela de Karina, el sol arriba en el cielo se mantenía oculto por nubes ocultas como si pudiera augurar una tormenta.
— Buenas tardes — saludé al conserje — Soy la mamá de Karina, Martha, sucedió algo en casa por lo que quiero llevarme a mi hija un poco temprano hoy.
— Buenas tardes, señora, Martha. — me saludó con una sonrisa antes de colocar una expresión seria — Me temo que no la puedo ayudar hace unos diez minutos llego el señor Armando y se llevó a la niña.
Me quedé congelada ante lo que dijo, incluso pensé en decirle que me repitiera sus palabras, más no lo hice en cuanto vislumbre el carro de Armando a unas dos cuadras, podía ver qué dentro iba Karina junto con Kian. Sin pensarlo, dos veces corrí detrás de él.
— ¡Espera! ¡Mis hijos! ¡No puedes llevarte a mis hijos! — gritaba desesperada.
Sentía mis pulmones arder, mi respiración estaba agitada, incluso mis piernas parecían que iban a desfallecer en algún momento, sin embargo, nada de eso me importaba.
— ¡Devuélvelos! ¡Devuélvelos! — grité hasta que mis pasos fueron detenidos por el impacto de un auto.
El estallido ocurrió en un segundo, sabía que fue por mi imprudencia, después de todo había estado corriendo detrás de un auto sin siquiera mirar el camino. Estaba agradecida de que el impacto no fuera tan grave, al analizar mi cuerpo a lo mucho solo me saldrían algunos moretones. Mientras intentaba levantarme del suelo, la puerta del auto negro que acabo de colisionar conmigo se abrió.
Lo primero que mis ojos vieron fue unas botas de cuero algo pasadas de moda, luego le siguieron un pantalón de cuero muy pegado a las piernas del sujeto que incluso pude ver el contorno de su entrepierna, rápidamente subí mi mirada hacia unos ojos oscuros como los de un cuervo.
El hombre era guapo pero muy intimidante.
Me sentí intimidada.
— Yo… Lo siento, no vi el auto y cruce sin pensar, lamento si te cause daño. — dije poniéndome de pie — No tienes que preocuparte sé que es mi culpa, por lo que no presentaré una queja…
Mi voz se hizo cada vez más pequeña ante su mirada penetrante.
¿Por qué no decía nada? ¿Acaso quería que lo compensará por el rayón en su auto?
— No tengo dinero en este momento, yo… Mejor me voy, tengo una urgencia.
El hombre metió la mano en su bolsillo.
¿No me digan que iba a sacar un arma? ¿Y si era un narco?
Dios.
Sin esperar a que el hombre del que ni siquiera sabía su nombre hablara me eche a correr. Cuando mire hacia atrás para ver si me seguía me di cuenta de que el hombre sostenía en su mano un pañuelo. Me mordí el labio y luego seguí corriendo hacia mi casa en busca de mis hijos.
Estaba desesperada, no sabía, pero presentía que Armando podría estar en este momento hablándoles mal de mí, llenando sus cabezas de mentiras tal como lo había hecho con los vecinos. No podía permitir que eso sucediera. Intenté buscar mi celular, pero recordé que lo deje en el taller de mecánica.
Cómo sabía muy bien que no podía hacer esto sola, no ante alguien que era capaz de torcer la verdad a su conveniencia, fui directo hacia el lugar de mi trabajo.
Mis piernas dolían, mi respiración se mostraba cada vez más errática, incluso mi corazón quemaba dentro de mi pecho. En este preciso momento, al caminar por las calles desoladas de mi barrio, viendo cada grieta y bache en mi camino, las envejecidas casas que ni habían cambiado aún con el paso del tiempo hizo que me sintiera tan cansada.
¿Por qué sus sentimientos habían cambiado?
¿Por qué ni podían permanecer cómo estas viejas casas inamovibles?
¿Por qué?
La respuesta la obtuve rápidamente, cuando en un charco con agua opaca vi mi reflejo.
— Tan fea — susurré al ver a la mujer de mirada agitada y rostro manchado que me devolvía la mirada.
Mis ojos eran de un color avellana tan común como las piedras del camino, mi cabello era una maraña se veía opaco y sin vida. Mi cara estaba quemada por el sol abrazador y aunque aún no se me notaban las arrugas, delgadas líneas de expresión adornaban las esquinas de mis ojos que me hacían ver agitada y melancólico. Aunque era delgada ciertamente no era una supermodelo, después de todo, había dado a luz a dos niños, parte de mi cadera y mi estómago tenían estrías que no resultaban nada agradables a la vista. Y aunque había visto a muchas mujeres amar sus cuerpos aun con estos defectos y realmente las admiraba.
Yo no podía ser igual a ellas aunque quisiera, la mirada de desaprobación de Armando cada vez que teníamos intimidad solo me hacía sentir miserable y culpable por no cuidar mi cuerpo. No podía hacerlo, incluso mis pechos que ya no tenían la rigidez de mi juventud me hacían sentir enferma.
Cuando pensaba en sexo lo único que se me venía a la mente era la imagen llena de desagrado de Armando al notar los defectos en mi cuerpo por lo que evitaba tener relaciones con él.
— No, Martha. No debes sentirte mal por ese bastardo. No debes sentirte culpable. — me regañé a mí misma.
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Editado: 23.04.2025