Las semanas siguientes estuvieron llenas de mensajes breves y miradas esquivas. Emma y Iván se encontraban en una especie de limbo emocional, ese espacio incómodo donde el amor sigue vivo, pero la distancia crece.
Una tarde, Iván la invitó a caminar por el parque donde todo había comenzado. Quería hablar, cerrar el círculo, ser honesto hasta el final.
—Emma —comenzó, mientras el viento movía las hojas doradas—, sé que te mereces alguien que no te haga dudar. Que te acompañe sin miedo. Y aunque he intentado ser ese hombre, siento que te estoy frenando.
Emma lo miró a los ojos, sintiendo el peso de sus palabras y el dolor de saber que era verdad.
—No quiero perderte, Iván. Pero tampoco quiero perderme a mí misma.
—Entonces tienes que irte. No para olvidarme, sino para encontrarte. Y si es destino, regresaremos.
El abrazo fue largo, sincero, y silencioso. Se despidieron sin promesas, con el corazón abierto y la esperanza intacta.
---
Esa noche, Emma empezó a empacar. No solo sus cosas materiales, sino también sus miedos y dudas.
Mientras doblaba un suéter, pensó en Mateo y en la posibilidad de un amor que no apresura, que espera, que comprende.
Sabía que la despedida era dolorosa, pero necesaria. Era el primer paso hacia su verdadero destino.
Antes de dormir, escribió en su diario:
> “Hoy dejo ir lo que me duele para abrir espacio a lo que merece quedarse. Me voy no para huir, sino para crecer. Y aunque el camino sea incierto, confío en que el amor verdadero encontrará su camino.”
La mañana siguiente, con la maleta lista y el corazón a punto de estallar, Emma cerró la puerta de su casa y se dirigió hacia un futuro que aún no conocía.