La luz suave de Lisboa entraba por la ventana del pequeño apartamento donde Emma comenzaba a instalarse. Todo era nuevo: el aroma de los edificios viejos, el ritmo pausado de la ciudad, la brisa que llegaba cargada de historias no contadas.
Emma sentía una mezcla de emoción y nostalgia. Había dejado atrás lo conocido, pero también muchas dudas que aún pesaban en su alma. La ciudad parecía ofrecerle una promesa silenciosa: aquí podía ser ella misma, sin máscaras ni heridas abiertas.
Mientras desempacaba, su celular vibró. Era un mensaje de Daniel:
> “Espero que estés bien. Cuando quieras, podemos salir a conocer más de esta ciudad.”
Emma sonrió. No era solo la invitación, sino la sensación de que alguien realmente quería acompañarla sin apresurarla.
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Los primeros días de trabajo fueron intensos. Los proyectos, las reuniones, la cultura laboral, todo distinto. Pero Daniel, con su paciencia y sentido del humor, hacía que las jornadas fueran menos solitarias.
Una tarde, tras una reunión, caminaron juntos hacia un café cercano.
—¿Y qué te trajo a Lisboa? —preguntó Daniel mientras tomaba un sorbo de su expreso.
—Buscarme —respondió Emma con una sonrisa triste—. Y dejar atrás un pasado que casi me consume.
Daniel la miró con respeto.
—Aquí puedes ser libre.
Emma sintió que esas palabras eran más que un consuelo. Eran una promesa.
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Por las noches, Emma escribía. Sus textos comenzaban a llenarse de esperanza, de recuerdos, de preguntas. Daniel respetaba su espacio, pero también estaba presente, con pequeños gestos que hablaban más que mil palabras.
En uno de esos encuentros, Daniel le mostró un rincón secreto de la ciudad: un mirador donde se podía ver todo Lisboa iluminada, como un manto de estrellas caídas.
—Es hermoso —dijo Emma, con los ojos brillantes.
—Como tú —respondió Daniel con suavidad.
Emma no supo qué decir. Pero por primera vez en mucho tiempo, su corazón latió sin miedo.