Salgo del entrenamiento con la camiseta pegada al cuerpo y los músculos ardiendo. El sol me cae encima como si quisiera recordarme que estamos en California. Me paso una toalla por el cuello y me esfuerzo por parecer menos cansado de lo que estoy.
Cassidy me espera afuera del campo, apoyada contra su auto como si estuviera filmando un comercial de perfume. Su cabello rubio cae perfecto sobre sus hombros, y sus uñas recién pintadas brillan cuando levanta la mano para saludarme.
—¿Listo, estrella? —me dice con esa sonrisa que todos adoran.
Asiento y me acerco. Me planta un beso rápido, casi mecánico. Automático. Como si estuviera marcado en una lista de cosas que hacer antes de irse a sus clases de baile.
Todo en Cassidy es perfecto. La ropa, la postura, la manera en que me toma del brazo cuando caminamos. A veces pienso que somos como una de esas parejas de revista: lo suficientemente atractivos, lo suficientemente populares, lo suficientemente… todo.
Pero últimamente, lo único que siento cuando estoy con ella… es cansancio.
Cassidy siempre huele a vainilla. Siempre dice las cosas correctas. Siempre espera que yo sea el chico perfecto para la historia perfecta que tiene en la cabeza. Y yo antes quería serlo. Ahora no estoy tan seguro.
Subimos al auto de Cassidy. Huele a fresas y nuevo, como si lo lavara cada mañana. Enciendo la radio, pero ella de inmediato la cambia por su playlist favorita. La misma de siempre. No me quejo.
—¿Ya sabes con quién te tocó el proyecto de literatura? —pregunta mientras se revisa el brillo en los labios con la cámara del celular.
—Sí. Zara Collins.
Cassidy frunce los labios, no por celos, sino porque el nombre le resulta irrelevante.
—¿Esa no es la que siempre anda con Maya? La rara. —Suelta una risita. Me mira, esperando que me ría con ella.
No lo hago.
—No es rara —respondo, mirando al frente—. Es… tranquila. Diferente.
Cassidy alza una ceja, sin decir nada por unos segundos. Luego encoge los hombros como si no le importara, pero sé que no le gusta cuando no estamos de acuerdo. Especialmente sobre otras chicas.
—Bueno, igual, suerte con eso —dice, y vuelve a revisar el celular. Pasa el dedo por la pantalla con la misma atención que me da a mí últimamente.
Me quedo en silencio, con una presión rara en el pecho. Antes, sus comentarios no me molestaban. Antes, probablemente habría dicho algo como “ojalá no me toque con alguien tan aburrida”. Pero no lo digo. Porque no me parece aburrida. Zara no habló mucho en clase, pero lo poco que dijo… fue directo. Sin adornos. Casi como si no le importara lo que pensaran los demás. Y eso me desconcertó.
La voz de Cassidy me saca de mi cabeza.
—¿Te paso a dejar o tienes que quedarte en la biblioteca? —pregunta, aún sin mirarme.
—Biblioteca —miento.
—Perfecto —responde sin dudar, casi con alivio—. Así llego a tiempo a mi clase de jazz.
El auto se detiene frente al edificio principal. Me bajo, le digo un “gracias” automático y cierro la puerta sin esperar respuesta. No se la doy porque no espero nada tampoco. Ella se va rápido, como siempre.
Y yo me quedo de pie en la acera, con mi mochila al hombro, mirando cómo se aleja.
No siento tristeza. No siento rabia. Solo este vacío que se ha hecho costumbre. Me doy cuenta de que hay algo que se rompió entre nosotros, y ninguno ha querido decirlo en voz alta.
Saco el celular. Abro la conversación con Zara. Vacía, claro. Ni un solo mensaje. ¿Qué le digo? ¿“Hola, soy tu pareja del proyecto”? ¿“Nos vemos para planear”? ¿“Te imaginé todo el camino de regreso y ni siquiera entiendo por qué”?
Respiro hondo y camino hacia la biblioteca.
Por alguna razón, tengo ganas de verla.
La biblioteca está casi vacía a esta hora. Solo dos estudiantes medio dormidos frente a sus portátiles, una chica hojeando un libro de arte, y el sonido suave del aire acondicionado. Me gusta este lugar. No porque me encante leer —aunque hay días en los que lo hago más de lo que admito frente a los demás—, sino porque aquí nadie me mira como “Liam, el delantero estrella”. Aquí soy solo un tipo más entre pasillos de libros, y eso… se siente bien.
Camino sin rumbo hasta la sección de narrativa contemporánea y saco un libro al azar. Me siento en una mesa del fondo. Lo abro, pero no leo. Miro la portada como si pudiera decirme algo que yo aún no entiendo.
Cassidy y yo empezamos a salir en segundo año. Al principio, todo era fácil. Ella decía que quería un novio atento, romántico, detallista. Yo pensé: “puedo ser eso”. Y lo fui. Por un tiempo.
Le escribía notas, la acompañaba a sus clases de teatro, me sabía su café favorito y el día que se estresaba más con exámenes. Lo hacía porque me nacía, porque me gustaba verla sonreír. Pero últimamente, ya no sonríe igual. Y yo tampoco.
No sé en qué momento dejamos de ser “nosotros” y nos convertimos en un par de figuras de cartón que todos envidian sin saber que por dentro todo está medio roto.
Siento que ella aún intenta que esto funcione, pero lo hace como quien mantiene viva una planta artificial: sin agua, sin tierra, solo pretendiendo. Y lo peor es que no puedo decirle nada. Porque aún hay momentos en los que me aferro a lo que fuimos. A esa versión de nosotros que se reía hasta tarde, que se escribía mensajes tontos, que se elegía sin esfuerzo.
Pero ahora… hay silencios. Muchos. Demasiados.
Y luego está Zara.
No sé por qué pensé en ella justo ahora. Tal vez porque fue la única cara distinta entre tantas iguales hoy. En medio de la clase, me preguntó algo sobre el libro que vamos a leer para el proyecto, y por un segundo, noté que sus ojos no miraban como todos los demás. No evaluaban, no admiraban, no buscaban nada. Solo… estaban ahí. Claros, honestos. Eso fue raro. Y refrescante.
Zara tiene esa energía tranquila, casi invisible si no estás prestando atención. Pero si te detienes un segundo, notas que hay algo ahí. Una especie de tormenta contenida. Y no sé por qué, pero eso me llamó más que cualquier grito de euforia en un partido de fútbol.
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Editado: 23.05.2025