Aeryn
Dicen que cuando una puerta se cierra, otra se abre. Pero a mí, las puertas no se me cierran. Me las arrancan.
El lunes amanece con neblina. Un velo gris cubre la aldea y los niños llegan a la guardería con los ojos hinchados de sueño y las mejillas frías. Me gusta recibirlos. Me gusta sus risas, sus dibujos, la forma en que me miran como si aún creyéramos en hadas.
Pero esta mañana… algo se rompe.
Todo ocurre demasiado rápido.
Un niño —uno de los más pequeños, un ángel de rizos castaños llamado Silas— sufre un ataque alérgico violento. Alguien trajo dulces con nueces y él no pudo resistirse. Su garganta se cierra. No puede respirar. Grita sin voz. Sus ojos se inyectan de terror.
Me quedo de pie viendo lo que está sucediendo por escasos segundos, traigo la mente tan aturdida que últimamente creo que no soy yo, que me muevo solo porque mi mente ya tiene una rutina. Mis pensamientos siempre viajan a esos sueños inexplicables que no me permiten tener paz, a esos momentos donde ayude aquel hombre quien se ha dedicado a atormentarme por medio de pesadillas cada noche de mi vida desde que desapareció.
Corro por adrenalina. Por instinto. Por desesperación. No tengo EpiPen, no hay médico cerca. Solo mis manos. Pongo a prueba lo poco que aprendí de curandería. El viejo método con hierbas trituradas, infusión tibia por gotas en la lengua, masajes en el pecho.
Y él se salva.
Pero cuando llega el doctor de la aldea, no le gusta lo que ve. Ni cómo lo hice.
Ni con qué lo hice. "
—Superstición, Aeryn— refunfuña entre dientes.
—Ayude a que su vida se salvara es lo que importa— contra ataco, no me gusta que cuestionen mis capacidades.
—Niña pudiste matarlo, no sabes lo que haces.
—Pero no lo mate, lo ayude.
—Esto es un centro educativo, no un bosque de brujas.
Los padres del niño le piden a la señora Gunnhild que me eche de la guardería, nunca ha estado de acuerdo con que cuide a sus hijos una bruja según ellos, cuando en realidad soy una mujer aislada del mundo porque no comparto sus idealismos.
la señora Gunnhild me suspende. Con una mirada y una firma. Así de fácil. Así de cruel.
Vuelvo a casa con el alma apretada. La cabaña me recibe como siempre: con olor a madera húmeda y a soledad. Es pequeña, pero es mía. Mis libros, mis frascos, mis tazas desportilladas, mi cama junto al fuego. Todo lo que tengo. Todo lo que soy.
Cuando intento cerrar los ojos y tratar de conciliar el sueño, he ingerido un té de una nueva hierva que descubrí en los libros, me pase el resto de la tarde buscándola en el bosque, hasta que di con ella volví a casa, según leí, me ayudará a dormir y no me permitirá tener más pesadillas, no puedo seguir de esta manera, las ojeras en mis ojos son tan notorias que parezco una loca.
Pero es demasiado lindo para ser cierto, llaman a la puerta interrumpiendo mi concentración, con pasos perezosos me acerco para averiguar de quien se trata.
Es un hombre alto. Demasiado alto para esta parte del mundo. No sonríe. No parpadea. Su cabello negro brilla bajo la lluvia. Lleva una capa larga que le cubre casi todo el cuerpo, excepto el rostro y una medalla de plata en el cuello. Un emblema que no reconozco.
—Aeryn — saluda, como si ya me conociera.
—¿Quién eres?
—Mi nombre es Kalen. Trabajo para alguien que necesita tus servicios. Urgente.
—No te conozco y no sé a qué servicios te refieres— mascullo tratando de cerrar la puerta.
—Sabes a la perfección qué servicios puedes dar— pareciera que me está llamando ramera, pero en mi vida he conocido a un hombre más allá de su postura, este hombre me está poniendo nerviosa.
—¿Médico? — cuestiono yéndome por una vía razonable.
—Curandera— me tenso. Esa palabra sabe a veneno en sus labios.
—No estoy interesada — declaro con naturalidad—. No sé quién eres o quién necesita mi ayuda, pero no me iré de aquí sin que me des más información.
Él me observa con intensidad. Hay algo en sus ojos… un brillo animal, inquietante. Presiento que me está analizando, como si supiera más de mí que yo misma.
—La prometida de mi jefe ha sido herida. No cicatriza. No mejora. Creen que es cosa de brujería. Nadie del pueblo acepta tratarla… excepto tú.
—Ve por un médico, seguro le ayudará más que yo, se nota que estás todo bien vestido el dinero no tiene por qué detenerte.
—No es una enfermedad que cure un médico— refuta con voz ronca.
—¿Y por qué crees que lo haré?
—Porque no tienes opción.
No me da tiempo de responder. Solo se da la vuelta. Y se va. Me quedo atónita, con el corazón latiéndome en las sienes. Cierro la puerta con doble traba. Esa noche no duermo de nuevo.
Al amanecer, el humo me despierta. Denso. Gris. Negro.
Me lanzo fuera de la cama y el calor me golpea el rostro como una bofetada. Las paredes crujen. Las ventanas estallan en llamas. Mis frascos revientan uno a uno. Las plantas medicinales que colgaban del techo arden anunciando la desgracia que está pasando.