Aeryn
Apenas cruzo el umbral, un escalofrío se cuela por mi nuca. La mansión está envuelta en un silencio aterrador, apenas quebrado por el chasquido tenue del fuego en las antorchas de las paredes. Todo aquí parece antiguo, creo que se han quedado estancados en una época donde los relojes no importan y las sombras reinan sin oposición.
Kalen camina delante de mí con pasos silenciosos, ese hombre es misterioso y sobre todo genera un miedo que me tiene hasta sin respiración. No dice nada. No se gira. Sólo avanza por los pasillos de piedra demostrando que este es su hogar que no ha tenido vida lejos de aquí. Yo, en cambio, siento que cada metro me aleja de mi cabaña que alguna vez existió gracias al ser despreciables que no se detiene a preguntar si me encuentro bien.
—Aquí es —murmura al abrir una puerta doble de roble negro.
La habitación está impregnada de un aroma amargo, mezcla de sangre seca, sudor y putrefacción. En el centro, sobre una cama amplia, yace una mujer. Su piel está perlada de fiebre. Las heridas cubren su costado y parte del pecho como si una bestia le hubiese arrancado jirones de carne. Son profundas, irregulares… y nada humanas.
Me acerco. Mis pasos resuenan sobre el suelo encerado mientras mis ojos intentan ignorar la cantidad absurda de sangre impregnada en las sábanas.
—Esto… no fue hecho por un cuchillo —murmuro más para mí misma que para los otros.
—¿Puedes ayudarla o no? —la voz de Kalen retumba seca.
—¿Ayudarla? Solo un milagro puede salvarla… y yo no soy un milagro, soy una curandera. Necesito hojas de grivela, savia de ulmo, carbón de enebro y una infusión de espina de gato —respondo mientras reviso sus signos vitales.
—Nadie tiene idea de qué diablos es eso —gruñe.
Me giro y lo miro con los ojos entrecerrados.
—Entonces ve y busca a alguien que sí sepa. Yo no trabajo bajo presión, ni rodeada de imbéciles. Si quieren que haga algo, consíganme lo que necesito —les grito. Las palabras salen solas, con la furia que me hierve en el pecho. Esta mujer se está muriendo, y todos actúan como si fuera una muñeca rota.
Los sirvientes intercambian miradas y asienten con torpeza, dispuestos a correr por las hierbas. Pero Kalen los detiene con un gesto.
—Nadie se mueve sin autorización de mi jefe.
Suelto una carcajada amarga y me encojo de hombros con descaro.
—Total… no soy yo la que morirá dentro de un par de minutos.
Un murmullo corre por la habitación simulando ser una corriente eléctrica. Veo el pánico en los ojos de uno de los sirvientes. La mujer jadea, su cuerpo tiembla. Estoy perdiendo tiempo. Me lanzo por un cuenco con agua limpia, remojo un paño y empiezo a limpiar las heridas con movimientos delicados, controlando el temblor de mis manos.
Kalen me observa desde una esquina. Su mirada pesa. Me esfuerzo por no devolverle una bofetada verbal, pero no lo logro.
—De no ser porque fuiste tan tonto de quemar mi cabaña de no dejar que fueran por las hierbas cuando te lo pedí, ahora tendría en mis manos lo que necesito para intentar salvarla. Pero gracias a ti, creo que no vivirá.
Él aprieta la mandíbula, da un paso hacia mí y masculla entre dientes:
—Cállate y sálvala. Ya bastante estamos arriesgando con esto.
—¿Arriesgando qué, desconocido? ¿Que una simple curandera vea lo que le hicieron a una mujer en esta cárcel de piedra? —le escupo con sarcasmo, limpiando la herida más profunda, donde la carne se abre como un abismo. Creo que le golpearon tan fuerte, y por eso se ven tan magullada.
No responde. Sólo se va.
La puerta se cierra con un golpe seco, dejándome sola con la moribunda y con mis pensamientos, que ya no saben en quién confiar.
¿Por qué me trajeron aquí realmente?
¿Y por qué siento que todos los ojos que vigilan esta mansión… no son del todo honestos?
La mujer tiembla, cada espasmo le arranca un gemido sordo que me revuelve el estómago. Me niego a aceptar que no puedo hacer nada por ella. Ya he visto la muerte de cerca, y sé cuándo acecha... pero también sé cuándo puedo plantarle cara.
Mojada la frente, las manos entumecidas por el esfuerzo, y el ceño fruncido como si pudiera espantar al destino con solo mirarlo, sigo limpiando sus heridas mientras murmuro los nombres de cada planta que necesito, rezando una plegaria en silencio que me mantiene en pie.
Entonces, la puerta se abre.
Un sirviente entra jadeando, con las mejillas encendidas por el frío y el apuro. En sus brazos trae un cesto de mimbre, húmedo por el rocío de la noche. Al fin. Las hierbas.
—Aquí están… todo lo que pidió — informa sin atreverse a mirarme directo.
—Déjalas ahí y sal —ordeno sin suavidad. Estoy demasiado cansada para fingir amabilidad.
Preparo la infusión como lo he hecho miles de veces, pero esta vez algo es distinto. El calor que emana del cuenco parece envolver la habitación con una energía vibrante. Cuando sumerjo los dedos para mezclar, un leve cosquilleo sube por mis brazos. No es dolor… es como si algo dentro de la mezcla reconociera mi toque.