Aeryn
No sé si llamarlo “casa” o “cárcel”, pero la choza que me asignaron es… mínima. Cuatro paredes de madera mal ensambladas, una cama con un colchón tan delgado que casi puedo sentir las tablas bajo mi espalda, y una mesa pequeña con una silla que cojea.
Al menos tiene techo. Supongo que debería agradecerlo… pero no puedo. No cuando pienso que hasta hace poco tenía mi cabaña, mi hogar, mis cosas. Ahora todo son cenizas que el viento habrá dispersado por el bosque.
Dejo caer mi bolso —lo único que me queda— sobre la mesa. Está tan vacío que me provoca risa. Ni siquiera tengo ropa limpia.
El sonido de pasos me saca de mis pensamientos. Una joven sirvienta aparece en la puerta, cargando un fardo doblado con cuidado.
—El señor Kalen dijo que esto es para usted —murmura, sin mirarme mucho.
—Ah… qué generoso —respondo con sarcasmo, arrebatándole la ropa. No tengo nada más que los harapos que llevo puestos, así que, por mucho que me pique el orgullo, la recibo.
La muchacha hace una pequeña reverencia y se marcha.
Me encierro y empiezo a revisar el contenido: un par de vestidos sencillos, una blusa de lino, un par de botas que parecen nuevas y un abrigo grueso para el frío nocturno. Nada elegante, pero suficiente para no ir como una mendiga.
Antes de probármelos, me doy una ducha rápida en el pequeño baño improvisado que han añadido a la choza. El agua está fría, pero no me importa; necesito quitarme el polvo del camino y el olor a humo que todavía siento pegado a la piel.
Cuando termino, me visto con la blusa y el vestido más sencillo. Me recojo el cabello en una trenza suelta y me cubro con el abrigo.
No pienso quedarme aquí, encerrada, esperando órdenes.
Tomo una pequeña cesta de mimbre que encontré bajo la mesa y me adentro en el bosque. No puedo evitar pensar que, a pesar de todo, este lugar es hermoso: árboles altos que parecen tocar el cielo, un suelo cubierto de hojas húmedas que crujen bajo mis botas, y una luz dorada que se filtra entre las ramas.
Me concentro en lo que vine a hacer. Necesito hierbas frescas, y este bosque parece abundante. Encuentro hojas de ulmo junto a un arroyo, y más adelante recojo espina de gato, perfecta para infusiones que reduzcan la fiebre.
Cada paso me recuerda que, aunque odie la situación, no pienso dejar que la prometida de ese hombre —ese tal Elian que todos parecen temer, si supiera yo lo petulante que es— muera por falta de tratamiento. No lo hago por él. Lo hago porque no puedo mirar a alguien agonizando y quedarme de brazos cruzados.
El sol empieza a caer, tiñendo de dorado cada hoja que cuelga en lo alto. Mi cesta está casi llena, pero sigo caminando, siguiendo el murmullo constante de un arroyo que me llama como un canto lejano.
Las ramas se abren dando el paso a una vista hermosa. Una cascada pequeña, pero perfecta, cae sobre un lecho de piedras cubiertas de musgo. El agua cristalina refleja la luz como si hubiera atrapado mil pedazos de cielo. Me quedo unos segundos, solo respirando… hasta que lo veo.
Un lobo. Pero no cualquier lobo. Es enorme, más grande de lo que jamás imaginé que podía ser un animal de su especie. Su pelaje es de un marrón profundo que brilla bajo el sol, y su musculatura es tan marcada que incluso a esa distancia puedo verla. Está bebiendo del arroyo, y cada movimiento suyo parece medido, calculado… como si supiera que está siendo observado.
De pronto, levanta la cabeza. Sus ojos… Dios, sus ojos no son los de un animal común. Son intensos, inteligentes, casi humanos. Me atraviesan como si estuviera leyendo cada pensamiento que intento ocultar.
Un escalofrío me recorre la espalda. Hace mucho que no me cruzaba con un lobo en estos bosques, y jamás con uno tan imponente. Instintivamente, doy un paso hacia atrás. Mi corazón late tan fuerte que siento que retumba en mis oídos.
Pero no me muevo. No puedo. Hay algo en su mirada que me mantiene anclada al suelo, como si una fuerza invisible me sujetara los pies. Quiero gritar, pero la voz no me sale. El aire se me queda atorado en la garganta.
El lobo da un par de pasos hacia mí. Sus patas se hunden en la tierra húmeda, sus garras apenas hacen ruido. Está demasiado cerca. Demasiado real.
Mi cuerpo tiembla. Sé que debería huir. Sé que un paso más de esa bestia podría ser el último que dé… pero sigo ahí, inmóvil, atrapada entre el miedo y algo que no sé nombrar.
Entonces, un golpe brutal me arranca de la escena.
—¡Agh! —grito, sintiendo cómo unas manos fuertes me tiran hacia atrás con una violencia que me corta la respiración. Mi cuerpo choca contra el suelo húmedo, rodando entre piedras y hojas hasta caer arroyo abajo.
El agua fría me recibe como un latigazo. Mis rodillas se golpean contra una roca. Mi canasta de hierbas vuela y se pierde en la corriente.
Todo se vuelve ruido y confusión. El rugido de la cascada, mi respiración agitada, el peso de quien sea que me ha arrastrado.
Intento girarme, pero mis músculos no reaccionan. Estoy en shock.
No sé si el lobo sigue ahí arriba. No sé quién me ha tocado. Solo sé que el bosque entero parece contener la respiración… y que algo está a punto de pasar.